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miércoles, 25 de abril de 2012

“LA MUJER DE NEGRO”, DE JAMES WATKINS (Telegrama núm. 6)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Estoy desagradablemente sorprendido ante la relativamente mala recepción que ha tenido esta película, de la que parece que hay que hablar de ella casi como pidiendo disculpas por no haberte parecido ese engendro del cual has leído u oído hablar con vehemencia digna de mejor causa (dicho sea de paso, me parece una estupidez el considerar que hay que pedir perdón por el mero hecho de discrepar: por tanto, que nadie se tome estas palabras como una disculpa). ¿Razones para ese, digamos, “rechazo”? Hay dos que son las que más han circulado. La primera, la presencia de Daniel Radcliffe en el papel protagonista, y cuya labor ha sido severamente criticada en base a dos argumentaciones, respetables y hasta cierto punto comprensibles: porque, dicen, es-un-mal-actor (alegándose, como prueba irrefutable de esa afirmación, que era/es el-niño-que-interpretó-a-Harry Potter), cosa que nunca me lo ha parecido, ni aquí, ni cuando empezó su carrera como intérprete encarnando al protagonista del telefilm David Copperfield (ídem, 1999, Simon Curtis) en sus años de infancia, ni cuando asumió el rol principal de la franquicia basada en las novelas de J.K. Rowling (huelga añadir que el hecho de que no me parezca un mal actor no presupone que me parezca un gran actor); y porque, siguen diciendo, resulta inadecuado para el personaje que encarna en La mujer de negro (The Woman in Black, 2012), algo que tampoco termino de ver, y eso a pesar de las variaciones asimismo polémicas que la guionista Jane Goldman ha introducido en la caracterización del protagonista con respecto a la excelente novela homónima de Susan Hill en la que se inspira. En esta última, narrada en primera persona por ese personaje principal, el cual responde al nombre de Arthur Kipps, se trata de un abogado de la Inglaterra de principios del siglo XX que en el primer capítulo tiene unos 35 años, viudo y casado en segundas nupcias (con Esmé), que recuerda durante la noche de Navidad los terroríficos acontecimientos en los cuales se vio implicado doce años atrás, cuando tenía unos 23 años y era soltero, si bien tenía como prometida a su futura primera esposa (Stella); mientras que, en la película, Kipps ya es de entrada un joven viudo de poco más de 20 años y padre de un niño, Joseph (Misha Handley), cuyo nacimiento puso fin a la vida de su madre y esposa de Kipps, Stella (Sophie Stuckey). Habida cuenta de que estamos hablando de un relato ambientado en aquella época, la juventud del protagonista me parece verosímil y coherente con las costumbres del momento. Yendo más lejos, la corta estatura física y el aspecto aniñado (hay que reconocerlo) de Radcliffe contribuye a hacerle parecer más desvalido ante las aterradoras manifestaciones de Jennet, la Mujer de Negro (Liz White).



El segundo gran argumento, o mejor dicho, reparo que se le ha puesto a La mujer de negro reside en la labor del realizador James Watkins, en su segundo trabajo tras las cámaras después del desarrollado en su excelente Eden Lake (2008), y dejando aparte su labor como director de segunda unidad en la pasable The Descent: Part 2 (Jon Harris, 2009). Gran parte de ese reparo se fundamenta en la manera excesivamente “clásica”, o considerada como tal, con que ha resuelto La mujer de negro, la cual y por comparación carece de la violencia explícita y el crudo tono survival de Eden Lake. Dejando aparte el hecho de que jamás he compartido esa especie de ley no escrita que afirma que un director siempre tiene que hacer poco más o menos lo mismo para no “disgustar” a sus fans, he de empezar diciendo que su puesta en escena para La mujer de negro no me parece, como se ha dicho, “demasiado clásica”, entendiendo como tal y en este caso un excesivo sometimiento a las reglas del así llamado cine de terror clásico, o si se prefiere, cine gótico (recordemos que todas estas denominaciones no son sino convencionales), ni que por eso mismo suponga un retroceso con respecto a los resultados de Eden Lake (con independencia, claro está, del gusto o inclinación personal hacia la ghost story o el survival); ni siquiera me parece que este nuevo trabajo esté tan alejado del anterior como pueda parecer a simple vista. Si algo me ha resultado curiosísimo de La mujer de negro reside en su mezcla de formas “clásicas” (sigamos llamándolas así a efectos de exposición) con formas “modernas” (insistamos en el carácter convencional de término). Dicho de otra manera: La mujer de negro combina hábilmente recursos de puesta en escena que, cierto, remiten a la tradición del cine gótico, pero lo hace junto con otros que son indiscutiblemente contemporáneos. El resultado, también es cierto, dista mucho de ser perfecto, pero me resulta muy atractivo a pesar de todas sus irregularidades, o quizá habría que decir gracias a ellas, por lo que tienen de indicativas de un considerable sentido del riesgo.



Véase, por ejemplo, la resolución del arranque del film, el suicidio inducido de las tres niñas que se arrojan por la ventana bajo la influencia maléfica de Jennet, en la cual la planificación combina los elementos puramente góticos de la escenografía (el decorado, los primeros planos de detalle) con un tratamiento fotográfico de tonos azulados y grises de estética muy contemporánea. Esta tónica se repite con frecuencia a lo largo de la proyección, de tal manera que dichos elementos góticos se mezclan con un estilo fílmico de hoy en día: los decorados de la siniestra mansión donde Kipps se ve obligado a pasar largas horas e incluso toda una noche tienen un sabor tradicional indiscutible (no cuesta demasiado ver en ellos un claro homenaje a la estética de la Hammer, no por casualidad coproductora: el salón junto a la entrada y la escalera que conduce al piso superior tienen un inconfundible pátina a lo Bernard Robinson); pero Watkins sabe respetar la tradición y, al mismo tiempo, subvertirla mediante una planificación llena de “sustos” (quizá demasiados), dando pie a magníficos momentos “fuertes” como la primera y aterradora noche que pasa Kipps en la mansión (es extraordinaria la expectativa que sabe crear, por ejemplo, en ese momento en que Kipps dormita en el comedor mientras percibimos, en función del encuadre elegido y del paso de montaje, cómo “algo” invisible acecha a sus espaldas); la aparición de la Mujer de Negro en medio del incendio en la casa del pueblo donde muere una (otra) niña; la secuencia nocturna en la que, con la ayuda del Sr. Daily (Ciarán Hinds), el protagonista se sumerge en el pantano para localizar bajo el fango el carromato donde pereció el pequeño hijo de Jennet; o ese espléndido fragmento de la invocación de la Mujer de Negro por parte de Kipps, con la ayuda del cadáver del niño arrancado del pantano y todos sus juguetes de cuerda puestos en marcha. Incluso cuando, en la secuencia final, asoma una acaso innecesaria concesión a la blandura –ese “luminoso” reencuentro en el más allá del protagonista y sus seres queridos—, un último apunte –la mirada de la Mujer de Negro volviéndose hacia la cámara— restablece la atmósfera insana. Anotemos que, tal y como he señalado líneas atrás, tampoco costaría demasiado ver en La mujer de negro una nueva mirada sobre la monstruosidad agazapada en el seno de las clases sociales marginales de la Gran Bretaña que constituía el eje de Eden Lake.


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