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lunes, 30 de abril de 2012

“LAS MALAS HIERBAS”, DE ALAIN RESNAIS (Telegrama núm. 8)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Las películas que ha realizado el veterano Alain Resnais en estos últimos años me parecen lejos, muy, muy lejos de la extraordinaria calidad de sus primeras obras. No es que, por ejemplo, el díptico Smoking/No Smoking (1993) esté mal (tampoco creo que sea tan brillante como se dice); a fin de cuentas, su autor ha firmado cosas mucho peores: cf. la terrible I Want to Go Home (1989), u On connaît la chanson (1997): debo ser la única persona no ya del mundo, sino del universo entero, a quien esta última le aburrió soberanamente. De ahí la agradabilísima sorpresa que ha supuesto para mí Las malas hierbas (Les herbes folles, 2009), puede que el mejor de los últimos trabajos de su autor y que a mi entender supone la recuperación del artsta que firmó Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1955), Hiroshima mon amour (ídem, 1959), El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, 1961), Muriel (Muriel, ou le temps d’un retour, 1963), La guerra ha terminado (La guèrre est finie, 1966), Te amo, te amo (Je t’aime, je t’aime, 1968), Providence (ídem, 1977), La vie est un roman (1983) y Mélo (1986).



A falta de haber visto Pas sur la bouche (2003) y Asuntos privados en lugares públicos (Coeurs, 2006), Las malas hierbas ahonda de nuevo en el tono de (asumido) artificio de La vie est un roman, Mélo, Smoking/No Smoking y On connaît la chanson, que es el que ha dominado el grueso de la carrera de Resnais en estos últimos años, con la diferencia de que, si bien en aquellas el artificio estaba marcado por su deliberado carácter de representación teatral (a pesar de que tan solo Mélo y SmokingNo Smoking partían de obras de teatro), en Las malas hierbas es el propio lenguaje cinematográfico el que marca el tono de artificio. No es casual, en este sentido, que un poco como hacía más de diez años atrás Hou Hsiao-hsien en las bellas escenas finales de su, por lo demás, fallida Millennium Mambo (Qian xi man po, 2001), uno de los momentos culminantes de Las malas hierbas tenga lugar en una triste calle parisina donde se produce el primer y melancólico encuentro, largamente demorado, entre Georges Palet (André Dussollier) y Marguerite Muir (Sabine Azéma): en esa misma calle hay una sala de cine de repertorio, a donde Georges ha ido a ver una vieja película de Hollywood –Los puentes de Toko-Ri (The Bridges at Toko-Ri, 1954, Mark Robson)—, y Marguerite le espera a la salida; luego, ambos toman café en un local justo delante de ese mismo cine. Es una bonita forma de sugerir explícitamente algo que se encuentra implícito a lo largo de todo el relato: no solo lo que se encuentra soterrado a nivel dramático dentro de la propia narración (el carácter idealista de Georges, que sueña con que su encuentro con Marguerite sea tan maravilloso como-en-las-películas), sino también lo que se halla, más soterrado que lo anterior si cabe, en lo más profundo de las intenciones del film: la imposibilidad de reproducir en el mundo real, en la así llamada vida real, los esquemas de comportamiento que hemos ido aprendiendo del cine a lo largo de este último siglo (de ahí la hostilidad de Georges con Marguerite en sus conversaciones por teléfono, porque es consciente de que nada es como lo que él se había imaginado, o dicho de otra manera, que en la realidad nada es como en el cine).



De ahí que, si se mira bajo este punto de vista, y a pesar del tono jocoso de su trama, en el fondo Las malas hierbas es una película con un trasfondo amargo. En este sentido, puede verse el itinerario emprendido por el personaje de Georges, quien de forma fortuita conoce de la existencia de Marguerite (encuentra el billetero con su documentación que estaba dentro del bolso que le han robado al salir de una zapatería), y a partir de ese instante convierte su obsesión por encontrarse con Marguerite en una absurda carrera de obstáculos que se tropieza, en primer lugar, con el hecho de que la mujer no es uno de esos seres fantásticos que solo se ven en el cine, y por tanto, no le pone las cosas fáciles; y, en segundo lugar, Georges choca con los obstáculos que la propia sociedad impone a cualquier individuo que intente saltarse las normas: Georges tiene problemas para alcanzar a Marguerite porque, primero, está casado con otra mujer, Suzanne (Anne Consigny); y segundo, porque, como Marguerite no responde tal y como él lo hubiese deseado, empieza a acosarla, provocando por ello la intervención de la policía. Hay que anotar, asimismo, el hecho paradójico de que, al principio, Georges quiere hacer-las-cosas-bien: es decir, y en primer lugar, no le oculta a Suzanne que está intentando contactar con Marguerite para devolverle el billetero; y luego, acude a la comisaría de policía para informar de que ha encontrado el billetero de cara a facilitar su devolución. Pero, tan pronto como se plantea esa situación, ese intento de devolución del billetero, la misma no tarda a girar, como digo, hacia la persecución de Marguerite por parte de Georges de esa mujer de la cual, sin ni siquiera haberla visto, se encuentra –y literalmente— furiosamente enamorado. Diccionario en mano: podríamos decir que la actitud de Georges tiene mucho de capricho (determinación que se toma arbitrariamente, inspirada por un antojo, por humor o por deleite en lo extravagante y original); pero, y siguiendo con el juego de palabras y de conceptos –algo, por lo demás, muy grato al cine de Resnais—, podríamos ir un poco más lejos y definir a Las malas hierbas en su conjunto como, asimismo, un capricho (entendido como obra de arte en que el ingenio o la fantasía rompen la observancia de las reglas), y hasta, recurriendo a la acepción musical del mismo término, como un capriccio (pieza compuesta de forma libre y fantasiosa). ¿Acaso no resulta coherente con el arranque mismo del film –el impulso que lleva a Marguerite a entrar en una zapatería, esperar a que la atienda su encargada favorita porque le gusta “como le toca los pies” al probarle los zapatos (sic), y acabar comprándose un carísimo par de zapatos de tacón— el tono “caprichoso” que exhibe desde ese primer momento la planificación de Resnais, tal y como demuestran el tono lánguido y sensual proporcionado por la fotografía colorista y con flou de Eric Gautier, o ese mágico plano al ralentí en el cual vemos “volar” el bolso de Marguerite tirado por la mano del ratero que acaba de sustraerlo?



No quiero alargar este “telegrama” mucho más de lo que ya acabo de hacerlo, de ahí que, sin ánimo de ser exhaustivo, subrayo de nuevo el carácter “caprichoso” de Las malas hierbas, y de qué manera se percibe en el tono, que hay quien ha definido como kafkiano, que aflora en momentos como la asimismo mencionada secuencia de la visita a la comisaría de Georges y su estrambótico diálogo con el agente Bernard (Mathieu Amalric), o más tarde, la divertida secuencia en la que ese mismo agente de policía y un colega visitan a Georges en su vivienda para recomendarle de que deje de molestar a Marguerite; las escenas en las cuales es Marguerite quien, a su manera, hace gala de su carácter excéntrico, no solo en la mencionada secuencia inicial en la zapatería, sino también aquellas en las cuales se reúne con sus amigos del club aéreo alrededor de la avioneta que ella misma pilota (¿hace falta indicar que, de este modo, se describe al personaje como alguien que, literalmente, está “en las nubes”?); el primer plano de los pies desnudos de la mujer mientras se acuna ella misma en el balancín, pensando en Georges (la ausencia de calzado establece así una irónica relación causa-efecto con la primera secuencia); el beso de Georges y Marguerite en el aeródromo, que culmina con el clásico “The End” superponiéndose sobre la pantalla. Como no podía ser menos, la película concluye con un nuevo apunte capricciosso: unos elegantes movimientos de cámara que recuerdan, vagamente, los maravillosos travellings lanzados sobre Delphine Seyrig en el clímax de El año pasado en Marienbad, que nos aproximan a una casa en un pueblo; dentro de ella está una mujer y su pequeña hija, y esta última, metida en la cama, le pregunta a su madre: “¿Cuándo sea gato podré comer croquetas?”. Apunte enigmático que, en cierto sentido, viene a coronar Las malas hierbas por lo que tiene de “caprichosa” destrucción de la narrativa convencional. 

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