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viernes, 23 de noviembre de 2012

El primer Bond posmoderno: “SKYFALL”, de SAM MENDES


[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN MUCHOS IMPORTANTES DETALLES (O TODOS…) DE LA TRAMA DE ESTE FILM.]



El plano de arranque de Skyfall (ídem, 2012), dentro de la clásica secuencia precréditos característica de la mayor parte de la serie dedicada al agente 007 y que, en ocasiones, suele ser independiente del resto del metraje (una mini-película dentro de la película), me parece muy significativo. En el mismo vemos el oscuro pasillo de un hotel, iluminado tan solo por la luz que entra por un ventanal al fondo; delante de ese ventanal se recorta la negra silueta de un hombre con una pistola en la mano al que, a contraluz, no podemos distinguir con claridad, por más que el fondo musical –un par de furiosos acordes con los cuales el compositor Thomas Newman evoca un sonido bien reconocible para quienes han seguido la franquicia y conocen la obra de John Barry— ya nos proporciona una pista bastante clara sobre la identidad de ese hombre en la penumbra. Una identidad que se confirma tan pronto como, dentro de ese mismo encuadre en plano general, el hombre avanza por el pasillo, acercándose por tanto hacia la cámara, hasta colocarse en primer plano delante de ella, a la par que apunta con su arma; un foco de luz estratégicamente colocado nos permite entonces intuir sus facciones: el hombre en cuestión es Bond, James Bond (Daniel Craig). De este modo, el agente 007 se nos presenta de manera simbólica como una sombra sin delimitar con precisión, una abstracción en la oscuridad que tan solo toma forma e identidad cuando la vemos en primer término del encuadre. No creo exagerar cuando afirmo que, a partir de ese momento y justo hasta sus minutos finales, Skyfall se convierte en el proceso de delimitación de esa “sombra”, esa abstracción o entelequia que es James Bond 007, el mito creado por el cine a partir de la previa creación literaria de Ian Fleming, dentro de un largometraje que, pese a su pertenencia a una saga que este año cumple el medio siglo de existencia –los cincuenta años transcurridos desde el estreno de Agente 007 contra el Dr. No (Dr. No, 1962, Terence Young)—, y dentro de la cual no han faltado las abundantes referencias a sí misma, se erige más que nunca en un film-Bond que se mira constantemente como film-Bond. Skyfall es el primer Bond posmoderno.


A pesar de lo dicho, la película de Sam Mendes, inesperado firmante de esta producción que parece haber entendido dónde se metía mucho mejor que el despistado Marc Forster de la mediocre 007: Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008), se toma su tiempo para desarrollar lo que podríamos denominar la tesis del Bond posmoderno. Pero antes, Mendes y la segunda unidad cumplen aparentemente con la tradición “bondiana” de la primera-y-espectacular-secuencia-prólogo, y lo hacen con brillantez. Mas ya en esta aparatosa secuencia de acción, que se desarrolla en Estambul y que consiste en una feroz persecución de Bond y la agente Eve (Naomie Harris) en pos de un asesino a sueldo –Patrice (Ola Rapace)— que ha robado una valiosísima información secreta del gobierno británico, y que incluye carreras en coche y en moto provocando una cadena de destrozos y culmina con la pelea cuerpo a cuerpo de Bond y Patrice sobre el techo de un tren en marcha, hay como digo ciertos aspectos que apuntan tanto a ese carácter de relato cinematográfico posmoderno como a determinados elementos dramáticos que serán desarrollados con más profundidad a lo largo del metraje. Empezando por estos últimos, la secuencia enfatiza la actitud profesional de Bond y su superior M (Judi Dench) en el ejercicio de sus funciones, poniendo de relieve en cuánto se parecen y a la vez en cuánto se distancian. El agente secreto del MI6 y su jefa de operaciones comparten sentido del deber y tenacidad a la hora de cumplirlo; pero Bond y en un momento dado también la agente Eve se distancian de M en su sentido del compañerismo: Bond irrumpe, como hemos visto, en la habitación del hotel y allí encuentra a un hombre muerto y a un compañero del MI6 –Ronson (Bill Buckhurst)— gravemente herido de bala; a regañadientes, Bond obedece la orden de perseguir a Patrice por más que su deseo sería quedarse con el colega que se desangra e intentar contener la hemorragia mientras llega la asistencia médica (más adelante sabremos que Ronson no sobrevivió); la actitud de M, supervisando la operación desde el cuartel general del MI6 en Londres, es de extrema severidad, justificada a su entender por lo mucho que está en juego (Patrice ha robado un disco duro que contiene nada menos que los nombres de todos los agentes secretos británicos repartidos por todo el mundo); y, en el momento culminante de la secuencia, Eve obedece en contra de su voluntad la imperativa orden de M de disparar a gran distancia con la intención de abatir a Patrice aun a riesgo de herir a Bond, con el fatídico resultado de que acaba siendo este último el alcanzado por el disparo.



Bond, año cero


La primera de las muchas agradables sorpresas que proporciona Skyfall, y que hace de ella una de las entregas más interesantes de la saga del agente 007 (tampoco la mejor, como ya he oído decir, pero sin duda una de las más destacables), es la forma como sondea la relación entre los personajes de Bond y M, esta última la virtual coprotagonista del trama (o, como también he oído decir con ironía, la auténtica “chica Bond” –sic— del relato). Una relación, es justo reconocerlo, que no es sino un desarrollo de algo ya apuntado en anteriores entregas de la serie desde que la gran actriz británica Judi Dench se hiciera cargo del papel de M en Goldeneye (ídem, 1995, Martin Campbell), el primer Bond protagonizado por Pierce Brosnan y el primero en arrojar una mirada crítica sobre el personaje creado por Fleming, la cual llegaría a su primer punto culminante con el primer y excelente film de la serie interpretado por Craig, 007: Casino Royale (Casino Royale, 2006), asimismo y quizá no por casualidad firmado por Martin Campbell, a quien ni que sea de manera modesta, y con todos los condicionamientos que para un director supone el trabajar en un film Bond, cabría considerar uno de los mejores que han pasado por la franquicia. Me estoy refiriendo a la soterrada relación de afecto que se da entre Bond y M: el primero profesa un respeto total y absoluto hacia su jefa (a pesar de que, como aquí, haya estado muy cerca de morir como consecuencia de una orden de ella); y la segunda tiene una fe no menos total y absoluta hacia la capacidad, entrega y espíritu de sacrificio de “su hombre”. Esto último se expresa muy bien en el hecho de que, después de la secuencia prólogo, Bond haya permanecido oculto durante meses en un ignoto rincón tropical, recuperándose de sus heridas, bebiendo alcohol, acostándose con mujeres y jugándose la vida en absurdas apuestas (escena del escorpión); los excesos le han pasado factura a su cuerpo, de ahí que cuando se reincorpora al servicio del MI6 se vea obligado a pasar una serie de pruebas de aptitud, físicas y psicológicas, a fin de conseguir que se le declare apto para el servicio. Más adelante sabremos con seguridad (aunque no cuesta mucho intuirlo) que Bond no superó esas pruebas, y que su aptitud fue declarada porque M ordenó manipular su expediente: porque le quería a él, y no a otro, para la misión de recuperación del disco duro robado al principio del relato. Entre Bond y M se da, por tanto, una suerte de relación amorosa que, como consecuencia de la diferencia de edad, se perfila bajo los rasgos de lo materno-filial. Hay un apunte muy claro al respecto: ese momento, la primera vez que Bond mantiene un cara a cara con el villano Silva (Javier Bardem), en que este último intenta humillar al primero haciéndole ver lo que ya hemos apuntado, que M manipuló su ficha para que volviera al servicio aun no estando teóricamente preparado para ello, y añadiendo: “mami se ha portado muy mal…”; como veremos más adelante, la relación madre-hijo es extensible a la que también se produce entre M y el propio Silva.


Se ha comentado estos días, no sin razón, que bajo cierto punto de vista Skyfall casi vendría a ser el primer Bond de Craig, o cuanto menos el inicio de una nueva etapa en la trayectoria cinematográfica del personaje. Hay muchos elementos, estrechamente relacionados con el carácter posmoderno del relato, que así lo apuntan. Hemos comentado que, cuando Bond vuelve al servicio, está en baja forma: tiene problemas para salir adelante en el ejercicio físico, no se muestra colaborativo en las pruebas psicológicas, y sobre todo su puntería ha empeorado notoriamente. En cambio, cuando vuelve a la acción, y aún con grandes esfuerzos, Bond “rinde” como de costumbre. Se ha establecido a partir de ello un paralelismo con la reciente última entrega de las aventuras de Batman a cargo de Christopher Nolan, El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012 –1—), donde también se presentaba a un Hombre Murciélago en decadencia viviendo su última gran aventura, por más que opino que el dibujo de la tenacidad de Bond está más conseguido en Skyfall que el del espíritu de superación de Bruce Wayne / Batman en El caballero oscuro: La leyenda renace: el agente 007 “se crece” ante el peligro porque –se insinúa— es cuando se enfrenta a la muerte que se siente verdaderamente vivo: de ahí que sea capaz, como hemos visto, de jugarse un simple vaso de whisky frente a la picadura de un escorpión, o de colgarse debajo de su ascensor a pesar del fuerte dolor de sus viejas heridas de bala; y si en un momento dado “falla” –en la escena en la que Silva le obliga a disparar contra la indefensa Sévérine (Bérénice Lim Marlohe)—, ello es consecuencia de hallarse en una situación de tensión que le recuerda sus fallidas pruebas de tiro en el MI6 y el de tener que disparar contra alguien que no es su enemigo; a continuación, y en cuestión de segundos, abate “sin fallar” a todos los sicarios de Silva que le rodean.


He mencionado que hay en Skyfall elementos posmodernos que guardan relación con el carácter ni que sea parcial de reboot que tiene esta entrega de la serie; una entrega, vuelvo a insistir, que se mira a sí misma desde la perspectiva –típicamente posmoderna— de su condición auto-asumida de “película Bond”. Como me apuntaba al respecto mi hermano Ricard –nunca he sido amigo de apropiarme de ideas ajenas sin citar la fuente—, la secuencia-prólogo resulta en este sentido harto significativa: es, por así decirlo, una “clásica secuencia Bond” que podríamos habérsela visto interpretar (con sus respectivas particularidades) a Sean Connery, George Lazenby, Roger Moore, Timothy Dalton o Pierce Brosnan; pero lo atractivo reside en su simbólica conclusión: Bond es abatido por el disparo de la agente Eve y se le da por muerto; o, dicho de otra manera, la secuencia nos viene a decir que el Bond a la antigua usanza “ha muerto” y que, a partir de ese momento, va a “nacer” otro Bond. ¿A alguien le resulta extraño que, cuando el villano Silva le pregunta qué es lo que se le da mejor, el agente 007 responda: “resucitar”? A fin de cuentas, ¿qué ha hecho Bond sino ir “muriendo” y “resucitando” a lo largo de cincuenta años con distintos rostros y tonalidades?


El prólogo –el cual, volvamos a recordar, ha empezando mostrándonos al agente 007 como lo que en el fondo es: una sombra, una abstracción, una entelequia, o en definitiva, un mito— deja paso a la no menos clásica secuencia de títulos de crédito, diseñados como viene siendo habitual en estos últimos años por Daniel Kleinman, quien ofrece un onírico recital de cementerios, lápidas y calaveras, en medio de las no menos habituales imágenes flotantes de “chicas Bond”, que subraya todavía más el carácter mortuorio de parte del relato. Lo que le sigue resulta, asimismo, muy sombrío: un misterioso hacker invade el sistema informático del MI6, y el origen de dicha intromisión ilegal se encuentra en el ordenador situado en el mismísimo despacho de M; cuando esta última y su escolta se dirigen hacia allí en coche a toda velocidad, una explosión arrasa ese despacho y buena parte de la fachada del edificio, causando numerosas víctimas mortales; no es la primera vez que en una película Bond la sede del MI6 sufre un ataque: recordemos el prólogo de El mundo nunca es suficiente (The World Is Not Enough, 1999, Michael Apted). Ello obliga a situar el cuartel general del servicio secreto británico en una nueva instalación que, en realidad, es muy vieja: un sector abandonado del metro londinense; tampoco es la primera vez que en un film Bond se apunta hacia el carácter anticuado, casi anacrónico, de 007 y el MI6: ahí está Muere otro día (Die Another Day, 2002, Lee Tamahori), en la cual Q también tenía su arsenal secreto en una estación de metro abandonada a la cual se accedía por una puerta situada en el puente de la Torre de Londres. Todo ello enlaza con el hecho de que Bond es una figura del pasado (a la cual, como luego insistiremos, se le da un tratamiento posmoderno), y esto es extensible tanto a M como al MI6 en su totalidad, hasta el punto de que acaba formando parte de la entraña misma del relato: en uno de los momentos culminantes del mismo, M tiene que responder ante una comisión de investigación encabezada por la Primera Ministro Clair Dowar (Helen McCrory), por la pérdida del disco duro con la identidades de los agentes, donde recibe duras acusaciones en aquel mismo sentido: por el hecho de estar dirigiendo un servicio secreto que tras el final de la guerra fría y la caída del bloque comunista parece haber perdido todo su sentido.


El carácter anticuado, o cuanto menos de “fuera de tiempo” del mito “bondiano” –del cual ya existían apuntes en Goldeneye puestos en boca, no por casualidad, por el personaje de M, quien llegaba a tildar a Bond de “machista” y “residuo” de la guerra fría—, está jugado a fondo en Skyfall, hasta el punto de formar parte intrínseca del substrato de lo narrado, de ahí su carácter posmoderno. En este sentido, resulta interesante que la película arranque con aquella secuencia-prólogo de acción aparatosa típicamente “bondiana”, la más espectacular de toda la función en el sentido asimismo más tradicional de la expresión, y a partir de ahí emprenda una progresión no exenta de acción y espectacularidad, pero que no pretende superar el tono colosal de ese prólogo sino dirigir la narración hacia otros parámetros menos convencionales de lo previsible. De este modo, presenciamos una especie de “retorno a los orígenes” del personaje, de manera que, a medida que avanza la acción, esta al mismo tiempo “retrocede” en el tiempo hasta situarse justo en los primeros años de vida de Bond, en el que sin duda es la secuencia final más insólita que se haya visto nunca en ninguna película de la franquicia. Este regreso al pasado está previamente anticipado en diversos momentos del film por medio de una serie de guiños diseminados aquí y allá que van haciéndose cada vez más evidentes (quizá demasiado) a medida que nos acercamos a la resolución del relato: ese instante en que a Bond le pasan un informe y le especifican que es “solo para sus ojos” (que no es tanto una expresión de confidencialidad como el título de la película Bond homónima de John Glen de 1981); la reincorporación de un nuevo Q a la franquicia con los rasgos de Ben Wishaw; la rutilante aparición del viejo Aston Martin que 007 tiene guardado en un garaje, con el que huye junto con M mientras le anuncia premonitoriamente “vamos a hacer un viaje al pasado” (sic); o, ya en el epílogo, la revelación del apellido de la agente Eve: ¡¡Moneypenny!!... Incluso Daniel Craig tiene aquí algunas réplicas “graciosas”, como las de los Bond de antaño, que prácticamente habían desaparecido en 007: Casino Royale y 007: Quantum of Solace.


Por otro lado, esa mirada hacia el pretérito se percibe también en la caracterización de la “chica Bond” Sévérine, la no menos clásica “chica Bond mala” que se redime ayudando al agente 007 en su misión (peaje sexual incluido) y que pierde la vida por ello: la actriz Bérénice Lim Marlohe ofrece una imagen tan sexy y glamourosa del personaje que la hace irreal y distante, como si el personaje no perteneciera a esta película; y, en cierto sentido, no pertenece: Sévérine responde a un arquetipo cinematográfico de mujer que ya forma parte del pasado, una “chica Bond” de otra época, de otro universo fílmico, que es aquel del cual Skyfall se va desprendiendo hasta llegar a su, insisto, sorprendente conclusión; de ahí, sin ir más lejos, el obvio contraste de Sévérine con la agente Eve, activa “chica Bond” de raza negra –aunque tampoco sea la primera: recordemos a la agente Jinx (Halle Berry) de Muere otro día— que se mide cara a cara con el agente 007. Llama asimismo la atención que aquí la consabida escena sexual de Bond con la “chica mala redimida” es más formularia que nunca: la misma se produce porque hay una tradición detrás que la respalda y reclama su existencia únicamente a efectos de identificación popular, o expresado vulgarmente, “porque toca”.



Viejos héroes, nuevos tiempos


La descripción del villano Silva contribuye sobremanera al tono nostálgico, de rememoración y posmoderno de Skyfall. El personaje es muy interesante, por más que la engolada interpretación que hace del mismo Javier Bardem, sin duda el más flojo del reparto, está cerca de estropearlo, aun sin conseguirlo. Eso enturbia pero no anula el atractivo del personaje, el cual, coherentemente con el planteamiento del relato, es un “villano de film Bond” contemplado con la conciencia de dicha condición: un “malo” que, no por casualidad, se encuentra asimismo a caballo de lo antiguo y lo moderno, el pasado, el presente y el futuro. Silva es un exagente secreto de MI6, un renegado que, un poco como Bond, también “murió” y luego “resucitó”: capturado por el enemigo, y torturado durante meses, resistió todo cuanto pudo brutales interrogatorios, hasta que decidió poner fin a sus sufrimientos mediante la (también clásica) pastilla de cianuro escondida entre sus muelas; pero algo salió mal: el cianuro no acabó con él, y empeoró su dolor destrozándole media boca y parte de la mejilla, y obligándole a llevar a partir de entonces una prótesis dental. Resentido con el MI6, ha decidido destruirlo y asesinar a la persona responsable de haberle enviado a esa misión y luego haberle abandonado a su suerte: M. Resulta asimismo coherente que su “plan diabólico” pase por el empleo de la tecnología más avanzada, esto es, la informática; apretando un botón, dice, puede lanzar un misil o desestabilizar toda la economía de una nación; y esto es así porque, de este modo, Silva se contrapone con el anticuado Bond: es un antiguo agente doble cero que, al contrario que el protagonista, ha decidido ponerse al día con los ordenadores (desde otro punto de vista, también resulta coherente con los tiempos actuales que el nuevo Q tenga la apariencia de un jovencito loco por los ordenadores). Asimismo, resulta muy significativo que Silva tenga una “base secreta” que no es sino una isla donde se encuentra un pueblo abandonado y en ruinas; ello parece sugerir que el mundo de Silva no es sino desolación y muerte: si al menos Bond era (es) representante de una época del pasado / un cine del pasado, Silva parece anunciar una futura caída de la civilización.


Ese contraste entre pasado, presente y futuro guarda, además, una estrecha relación con el inesperado discurso pro-británico que aflora en un determinado momento del relato. Ya hemos apuntado que el film insiste en la condición anacrónica de Bond y del MI6, pero el punto culminante de esta digresión se produce en el momento en que M tiene que declarar en una comisión de investigación en el Parlamento presidida por la mismísima Primera Ministro. Como hemos dicho, la primera mandataria de la nación le echa en cara a la jefa de operaciones del servicio secreto no ya su ineficiencia en el tema del robo del disco duro como el hecho de que el departamento de M sea un fósil del pasado absolutamente innecesario en nuestros días. Pero M replica con un apasionado discurso, en el cual defiende al personal del MI6 como el último reducto de la antigua grandeza del Imperio Británico; y, no por casualidad, el discurso de M se superpone sobre dos acciones montadas en paralelo y estrechamente vinculadas entre sí: primero, la huida (elíptica) de Silva de los calabozos del servicio secreto, y segundo, la posterior persecución del villano por parte de Bond por los pasillos del metro y por las calles de Londres atestadas de tráfico. Dicho de otra manera, peligros como el terrorista Silva y agentes dispuestos a todo con tal de repelerlos como Bond justifican por sí solos la existencia del último bastión moral del Reino Unido. Ello también guarda relación, de nuevo, con ese mencionado primer cara a cara entre Bond y Silva, en el cual este último le dice al primero que Inglaterra nunca le ha agradecido sus servicios, algo que 007 niega tajantemente. Resulta asimismo significativo que Silva sea un exagente del MI6 de origen étnico no británico, y que en su deseo de asesinar a M pueda verse una especie de simbólico intento de matricidio de la “Madre Patria” por parte de alguien que puede venir a representar a un oriundo de algún país antiguo miembro de la Commonwealth, o expresado de otro modo, de un territorio que pudo haber sufrido el colonialismo inglés. Véase, asimismo, cómo Silva adopta para atentar contra M un disfraz repleto de simbolismo, el de un agente de policía británico (guardián de la ley y el orden made in Britain), a modo de gesto subversivo; y, en las cruciales escenas finales, su manera de ofrecerse, lloroso, sobre el hombro de M, deseando matarla y al mismo tiempo que le mate: queriendo matar y a la vez morir a manos de la “madre” que le traicionó pero a la que en el fondo sigue amando…


El punto culminante de ese discurso revisionista del mito Bond se produce en la aproximadamente media hora final de metraje, después de que el agente 007 haya frustrado por muy poco el intento de asesinato de M durante esa reunión de la comisión de investigación. Bond huye del lugar llevándose consigo a su jefa. Su primera parada es un garaje, donde 007 conserva un artilugio muy querido por todos los fans mitómanos de la serie y que ya hemos mencionado: ¡el Aston Martin de James Bond contra Goldfinger (Goldfinger, 1964, Guy Hamilton)! Pero, más allá de la obviedad del guiño, lo atractivo del asunto es que Bond y M suben a este entrañable vehículo y, tal y como dice el primero, emprenden “un viaje al pasado”. El propósito de 007 es que Silva les siga hasta un lugar donde podrán intentar practicarle una encerrona, pero lo interesante es precisamente ese lugar. Se trata de Skyfall, la antigua mansión donde Bond vivió los primeros años de su infancia, situada en medio de un desolado páramo escocés, y todavía bajo la vigilancia de un conocido de la infancia del protagonista, el viejo Kincaid (Albert Finney). Ni que decir tiene que ello se presta a muchas interpretaciones. Unas, directamente relacionadas con el mito “bondiano”, que suponen una absoluta novedad dentro de la franquicia del agente con licencia para matar, dado que nunca hasta ahora se nos habían proporcionado datos demasiado precisos sobre los orígenes del personaje y mucho menos sobre sus primeros años de vida; descubrimos así que los padres de Bond murieron asesinados, y que incluso están enterrados no muy lejos de la mansión, en la ermita donde se llegará al clímax del relato; que el Bond niño presenció la muerte de sus progenitores escondido tras la puerta que da acceso al pasadizo secreto que conduce a una salida alejada de la casa, y que cuando salió tras esa puerta “ya había dejado de ser un niño” (Kincaid dixit). Pero, más allá de los apuntes relacionados con la psicología del personaje, de ahí que no falte quien haya visto una posible influencia de los cómics y el último cine de superhéroes (muy amantes de explorar “los orígenes” de los superheroicos personajes protagonistas), también puede verse una especie de guiño malicioso en el hecho de que esos orígenes se sitúen en tierras escocesas…, la patria del primer intérprete de la franquicia, Sean Connery. ¿Acaso no hay cierta similitud física con Connery en la caracterización, como Kincaid, de Albert Finney, no por casualidad otro ilustre superviviente del boom del cine británico de los sesenta y momento de las primeras películas Bond con Connery? (yendo más lejos: ¿hubiese podido el mismísimo Connery aparecer aquí haciendo este mismo papel?; puede, aunque en este caso la película habría incurrido en un exceso autorreferencial en el borde de la parodia).


Pero, a otro nivel, la resolución de Skyfall, que me parece espléndida, supone desde otro punto de vista la culminación del proceso dramático y narrativo que ha llevado a cabo todo el film, el cual ha empezado como hemos visto “a lo grande” (secuencia-prólogo) y, a partir de ahí, va reduciendo su gigantismo hasta llegar a una conclusión casi minimalista, en la cual Bond, con la ayuda de M y Kincaid y las escasas armas que se conservan en la mansión, hace frente a Silva y sus hombres. Y lo hace, además, en un decorado que remite al golpe de vista a toda una ilustre y colosal tradición de las letras y el cine británicos, desde las hermanas Brontë a Charles Dickens, del David Lean dickensiano –el de Cadenas rotas (Great Expectations, 1946) y Oliver Twist (ídem, 1948)— a los desaforados melodramas “de época” de la productora Gainsborough, que enlaza a James Bond 007 con la gran cultura inglesa y pone en relación, de este modo, los orígenes del personaje con los orígenes culturales del Reino Unido de los siglo XX y XXI. Un decorado en el cual presenciamos la destrucción del viejo Aston Martin e incluso de la propia mansión Skyfall, ambos ilustres vestigios de un pasado glorioso pero que se deja atrás en aras de la renovación. Renovación que pasa, indefectiblemente, por esa destrucción no ya de los elementos que conforman los mitos, sino casi de los propios mitos; ya hemos apuntado que, al principio de la película, Bond “muere” simbólicamente para luego poder “resucitar” mejor; al final de la misma, es nada menos que M quien termina falleciendo, víctima de una herida de bala disparada por uno de los esbirros de Silva; y poco falta para que –conociendo su tenacidad e implacable sentido del deber— se quite la vida a sí misma para poder acabar con Silva de una vez. La muerte de M, la “madre” de Bond y representación de su “Madre Patria”, supone una inflexión tanto para el protagonista –le vemos llorar sobre el cadáver de M— como para el MI6. De ahí surge, renovada, una figura que hasta ese momento ha permanecido en un segundo término y desempeñando un rol bastante antipático: el supervisor del departamento de inteligencia del gobierno inglés Gareth Mallory (Ralph Fiennes), a quien M y Bond al principio desprecian por su insensibilidad (“es un tecnócrata”, dice de él M), y que a medida que avanza el relato va creciendo como personaje y como ser humano; sobre todo, cuando le vemos empuñar un arma y defender a riesgo de su vida (y a costa de una herida en un brazo) a la Primera Ministro y a M durante el atentado de Silva; y, más tarde, cuando encubre con la complicidad de Q y Tanner (Rory Kinnear), el ayudante de M, la encerrona secreta que Bond le está tendiendo a Silva. En consecuencia, Mallory acabará siendo el nuevo M.


No me cabe la menor duda de que Skyfall es una de las más interesantes películas de la franquicia 007 y, cuanto menos, la más arriesgada en lo que se refiere a su juego con los patrones establecidos desde hace medio siglo en una serie que, guste o no, ya ha asentado una determinada manera de narrar las aventuras de un personaje muy específico. Creo, también, que Sam Mendes ha sabido estar a la altura de la propuesta, consciente de estar haciendo un Bond film y respetando este hecho pero intentando a la vez llegar un poco más allá, consiguiéndolo en la mayoría de las ocasiones. Ya hemos mencionado la brillantez de la primera secuencia de acción en Estambul, por más que la misma sea mérito tanto del realizador como del equipo de segunda unidad. Donde se advierte más el sello del cineasta es en determinados recursos estéticos, en el borde mismo del esteticismo, tales como –y dentro de esa misma primera secuencia de acción— el ya mencionado plano del principio, o el de Bond, seguido en cámara móvil, saliendo a la calle y descubriéndonos así que estamos en Estambul. Un poco como Ridley Scott (y antes que este, Nicolas Roeg, John Boorman o Alan Parker), Mendes es otro cineasta británico amante de imprimir un toque “arty” a sus películas, el cual brilla particularmente en la secuencia del atentado llevado a cabo por el sicario Patrice con un rifle de mirilla telescópica contra la vida de un hombre que se reúne con Sévérine en el edificio de enfrente, y que culmina en el bello plano a contraluz de Bond y Patrice luchando a brazo partido y convertidos ambos, de nuevo, en sombras; o en la secuencia de la visita de Bond y la agente Eve al casino oriental, la conversación del primero con Sévérine y la pelea con los sicarios a la salida del local, cuyo esteticismo establece, empero, un sugerente contraste con las posteriores y luminosas escenas en alta mar, camino de la isla del asimismo “iluminado” Silva. Pero el realizador también demuestra un excelente pulso en toda la parte posterior que transcurre en Londres: resulta chocante, dentro de la mitología de la serie 007, el ver a Bond mezclándose con personas normales para perseguir a Silva por la calle y por los atestados túneles del metro en hora punta. Por descontado, está el provecho extraído a la sombría mansión Skyfall y a la oscuridad de los páramos que la rodean. Eso no significa que Skyfall no tenga defectos: particularmente, no me gusta el guiño a El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1990, Jonathan Demme) de las escenas del encierro de Silva en los calabozos del MI6, por excesivamente obvio y, además, gratuito; y algún exceso que los guionistas se sacan de la manga más que nada para que veamos que el film tiene un generoso presupuesto y se pueden permitir despilfarros, tal es el caso del hundimiento del túnel del metro y el descarrilamiento del tren, toque espectacular innecesario y no del todo bien resuelto. Pero no son fisuras tan graves como para hundir el resultado de 143 minutos que nos perfilan, con resultados más que curiosos, al primer Bond posmoderno de la historia del cine.

(1) http://elcineseguntfv.blogspot.com.es/2012/07/la-caida-y-el-regreso-del-murcielago-el.html

2 comentarios:

  1. Si que es un Bond autoconsciente, pero al contrario que los dos anteriores, no solo no reniega de la saga, sino que la abraza abiertamente. Para mi es la mejor en lo que vamos de periplo de Craig, y una de las mejores de la saga. ¿No te recordo a Rio Bravo el final? Estan todos los detalles: un lugar sitiado, los preparativos, la dinamita, los ancianos.... Una gozada

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  2. En 'Skyfall' nos encontramos a un Bond crepuscular, después de 50 años, que regresa al origen mientras se enfrenta a un malo ceniciento, Bardem, que se abraza a la muerte. Casi es una de Bergman. Jajaja. Un saludo!!!

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