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jueves, 28 de junio de 2012

“RED STATE”, DE KEVIN SMITH (Telegrama núm. 14)



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Estos días he estado dándole vueltas a la posibilidad de escribir nuevos “telegramas” sobre algunas películas de reciente estreno, y después de considerar títulos como Men in Black 3 (ídem, 2012, Barry Sonnenfeld) –que me ha parecido menos mala de lo que me temía—, Moonrise Kingdom (ídem, 2012, Wes Anderson) –que, por el contrario, me ha decepcionado un poco: me esperaba más del firmante de Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007)— y La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2010) –otro buen trabajo del Werner Herzog, digamos, documentalista—, me he inclinado por el más reciente largometraje de Kevin Smith, Red State (ídem, 2011), el cual, supongo que como a muchos, me ha sorprendido gratamente, habida cuenta de que jamás he comulgado con el cine del realizador de New Jersey, hasta el punto de que sus títulos más reputados –según consenso, Clerks (ídem, 1994) y Persiguiendo a Amy (Chasing Amy, 1997)— siempre me han parecido tan malos como los que no gozan de tantos parabienes –Mallrats (ídem, 1995), Dogma (ídem, 1999), Jay y Bob el Silencioso contraatacan (Jay and Silent Bob Strike Back, 2001), Una chica de Jersey (Jersey Girl, 2004), Clerks II (ídem, 2006)—, de ahí que, en vistas de semejante “éxito” en lo que a mi relación con las películas de Smith se refiere, con sus propuestas antepenúltima y penúltima –¿Hacemos una porno? (Zack and Miri Make a Porno, 2008) y Vaya par de polis (Cop Out, 2010)— hice como con el agua que no has de beber.


Si bien es verdad que, a poco que se mire con cierto detenimiento, Red State no supone una ruptura tan radical como se ha dicho con respecto al acervo del cine de Kevin Smith (cosa hasta cierto punto comprensible en un director que con este ya lleva dieciséis títulos a sus espaldas), que esa relativa fidelidad a determinados temas y diálogos “chocantes” característicos del firmante de Clerks es lo peor del film, y aún estando lejos de ser una obra redonda, Red State es la mejor película de su autor. Su arranque parece obedecer, a simple vista, a planteamientos cercanos al cine habitual de Smith en particular y al de la comedia teenager contemporánea en general: tres adolescentes, Travis (Michael Angarano), Jarod (Kyle Gallner) y Billy-Ray (Nicholas Braun), responden a un anuncio publicado por una mujer que dice tener 38 años y que desea sexo con otros tantos chicos jóvenes y desinhibidos; antes, empero, hemos visto un pequeño apunte sobre el quehacer cotidiano de los muchachos en el instituto donde estudian y, premonitoriamente, la aparición de miembros de la secta religiosa de Abin Cooper (Michael Parks), manifestándose ante la casa de un chico asesinado por homosexual justo en el momento en que la familia de este último traslada el ataúd para asistir a su funeral, y regocijándose por la muerte de lo que, para ellos, era un pecador sodomita que tan solo merecía arder eternamente en el infierno. A lo que se ve, la inquietud habitual de Smith por los personajes jóvenes, así como ecos de la mirada irreverente sobre la religión católica que era la columna vertebral de Dogma, parece asomar su rostro en estos primeros minutos de Red State. Aclaro aquí que ni el retrato de la juventud estadounidense, ni la reflexión ácida sobre el fanatismo religioso de determinados sectores de la población norteamericana, no son ni mucho menos exclusivos de Smith; pero lo que ya desde el principio llama la atención es el tono de la narración, seco, conciso y directo, como nunca antes habíamos visto en el cine de este director: desde sus primeras imágenes, Red State nos está diciendo que es otra cosa.


Sorprende, asimismo, que en esta ocasión el realizador no se mire a “sus” jóvenes con mucha simpatía: Travis, Jarod y Billy-Ray no son chicos “ocurrentes”, sino adolescentes ingenuos, inmaduros y hambrientos de sexo que responden estúpidamente a la promesa de una orgía (sic), yendo a caer en manos de la secta de Abin Cooper como conejos llevados al matadero; además, y a la hora de la verdad, los tres reaccionarán, cada uno a su manera, con miedo y cobardía: Billy-Ray consigue liberarse de las ligaduras de plástico que le ataban espalda con espalda a Travis gracias a la iniciativa de este último, pero, dejándose llevar por el pánico, no duda en abandonarle con la finalidad de salvar su propia piel; más tarde, un ya liberado Travis considera la posibilidad de intentar el rescate de Jarod, y al no verlo factible también decide echar a correr e intentar salvarse él mismo; luego será Jarod quien acepte el plan improvisado de la joven Cheyenne (Kerry Bishé), la hija de la fanática Sara (Melissa Leo) y nieta de Abin Cooper, con tal de intentar salir con vida del embrollo. [Nota bene: me pregunto si parte del rechazo que ha provocado Red State entre muchos de los así llamados incondicionales de Kevin Smith pueda basarse en esa imagen nada heroica ni gratificante que ofrece aquí de los jóvenes: como si no aceptasen que, de repente, Smith haya decidido algo así como pasarse “a los viejos” y mostrar la frágil frontera que existe, entre muchas personas de menor edad, entre inmadurez y estupidez.]


Más motivos para la (agradable) sorpresa: se ha dicho de Red State que es una crítica, una mirada feroz o una denuncia, exprésese como se quiera, contra la parcela más reaccionaria y violenta de cierto sector de la sociedad estadounidense dominada por un fanatismo religioso a ultranza que casi da sopa con ondas al habitualmente depauperado (por desgracia, no sin razón) fundamentalismo islámico. Cierto, lo es. Pero eso es tan solo la mitad de lo que denuncia la película: tan pronto como llega a oídos de las así llamadas fuerzas del orden la noticia del secuestro de los adolescentes por la secta de Abin Cooper, y se personan frente a su granja el agente federal Joseph Keenan (John Goodman) y sus hombres, Red State da otro sorprendente giro dramático, en virtud del cual la crítica sobre el fanatismo religioso made in USA se completa, inesperadamente, con una acusación no menos virulenta contra la brutalidad del sistema de medidas de seguridad del gobierno estadounidense, de tal manera que lo que empieza como el intento de detención de unos criminales se transforma, en unos segundos, en una operación de “limpieza” de terroristas que implica la eliminación de todos y cada uno de los testigos: hombres, mujeres y niños. Si bien es verdad que acaso movido por cierto pudor, o sencillamente por un honesto afán de justicia (las fronteras siguen sin estar del todo claras), Smith no se atreve a consumar el trágico asesinato “legal” de los pequeños hijos de los fanáticos de la secta de Abin Cooper, no es menos cierto que, con ese quiebro argumental, introduce una terrible ambigüedad, en virtud de la cual acaban siendo tan repugnantes los reaccionarios acólitos del enloquecido predicador como los agentes de la ley encargados de asesinarlos, insisto, “legalmente”, en un panorama desolador donde, como ya he señalado, no resultan simpáticos ni los tres infelices chicos secuestrados, ni las patéticas actitudes de ciega sumisión de los correligionarios de Abin Cooper, ni la manera como el agente Keenan se ve obligado en un primer momento a tragarse su humanidad y su sentido de lo que es correcto en-cumplimiento-del-deber, ni tan siquiera la aparentemente heroica actitud de Cheyenne con tal de salvar a los niños (la cual, se comparta o no, no deja de ser una –otra— reacción de miedo ante una situación límite que la lleva a traicionar un credo que, hasta entonces, acataba sin rechistar). Red State es, a su manera, una película de monstruos y de acciones monstruosas.


Pero lo que, en última instancia, confiere valor a todo lo expuesto, y más allá de algunas imperfecciones que a pesar de todo no consiguen dañar significativamente el conjunto, reside en el vigor, la valentía y el arrojo de la puesta en escena de un Kevin Smith más apasionado que nunca por lo que narra y por cuidar el cómo lo narra. Hay, desde luego, algún que otro pegote que “ensucia” el acabado total del film: ese reiterativo momento en que, por mediación de un breve flashback de colores mitigados, Smith repite la escena en que el coche conducido por los adolescentes golpea accidentalmente el del sheriff Wynan (Stephen Root), para que recordemos cómo se han abollado los vehículos (sic); o algunos efectistas insertos de planos cámara en mano, sobre todo en las escenas de persecución y violencia, destinados más que nada a forzar la implicación del espectador en la salvaje tensión del momento. Pero, insisto, todo eso es pecata minuta frente al peso de los aciertos: la destreza con que resuelve el momento de la captura de los muchachos, las tensas escenas en la granja de Abin Cooper y, en particular, la modulación y el ritmo de las aterradoras prédicas de este último, así como la brillantez de todas las secuencias de acción y violencia (el asalto a la granja me parece modélico), confieren un elevado nivel al resultado global de Red State y le proporcionan algo hasta este momento inédito en el cine de su director: fuerza dramática. Al balance de lo positivo hemos de sumar una gran labor del elenco de intérpretes: todos están muy bien, si bien destacan Melissa Leo, como siempre, un magnífico Michael Parks y, por descontado, el extraordinario John Goodman.

lunes, 25 de junio de 2012

La vida en fuera de campo: “SUEÑO Y SILENCIO”, de JAIME ROSALES



[Advertencia: en el presente artículo se revelan importantes detalles de la trama de este film.] Sueño y silencio (2012) viene a ser un paso más en la dirección apuntada por Jaime Rosales en sus tres anteriores largometrajes, Las horas del día (2003), La soledad (2007) y Tiro en la cabeza (2008). Como en estas últimas, la irrupción de la muerte en la vida cotidiana de los personajes deviene un fatídico punto de inflexión, un antes y un después de importancia trascendental. La diferencia reside en que, en Sueño y silencio, la muerte es consecuencia del azar (un accidente automovilístico), y no el resultado de la acción homicida de un asesino en serie compulsivo o de unos asesinos en serie con (se supone) “motivaciones” políticas. A nivel estilístico, este nuevo largometraje es una depuración, una exacerbación casi, y a la vez una cierta ruptura con respecto a los que le preceden. Depuración: la película entera está narrada a base de planos de duración sostenida, o si se prefiere planos-secuencia; son encuadres que responden a la definición, digamos, académica o comúnmente aceptada de plano-secuencia: aquél que contiene una secuencia completa dentro de la misma unidad de espacio y tiempo; pero dichos planos-secuencia no son de muy larga duración (algunos, incluso, son bastante breves), con lo que casi podríamos hablar de “planos-escena” o de “planos-apunte”, lo cual transmite una sensación de narración mucho más compacta que en Las horas del día, La soledad y Tiro en la cabeza. Exacerbación (o casi): la construcción narrativa de Sueño y silencio, sostenida alrededor del fuera de campo, está más recalcada aquí que en los anteriores films de Rosales, hasta el punto de que prácticamente todo el sentido de lo que cuenta se sostiene sobre el cómo lo cuenta. Una cierta ruptura: Sueño y silencio marca diferencias con los trabajos de Rosales que la preceden, en primer lugar, por lo más obvio, el uso preferente del blanco y negro sobre el color (este último no completamente ausente de la función); pero también, y positivamente, por un mayor cuidado a la hora de expresar y sugerir cosas; dicho de otra manera, y sin que ello implique que nos hallamos ante una obra exenta de defectos, Sueño y silencio es, hasta la fecha, el trabajo más conseguido de su realizador.

Si bien es posible que, antes de haber visto la película y en virtud de las informaciones de prensa que acompañan al estreno de cualquier film, el espectador ya sepa antes de haberla visto, como suele decirse, “de qué va” –el drama que golpea a una familia, formada por Yolanda (Yolanda Galocha), de profesión maestra de español, su marido Oriol (Oriol Roselló), arquitecto, y sus dos pequeñas hijas, Celia (Celia Correas) y Alba (Alba Ros Montet), cuando, como consecuencia de un accidente de coche, Celia muere y su padre sobrevive con una grave pérdida de memoria—, lo que cuenta Sueño y silencio no salta a la vista desde sus primeras secuencias, sino que se va desarrollando lenta y paulatinamente, de tal manera que puede afirmarse que hasta los treinta primeros de proyección el espectador no está ubicado exactamente en el meollo argumental. Tras un prólogo, en principio desconectado de la trama principal, y protagonizado por Miquel Barceló, quien reaparece en el epílogo del relato y respecto a lo cual ya volveremos, la acción de Sueño y silencio arranca a base de impresiones fugaces que, poco a poco, van construyendo “algo”, y ese “algo” no es sino la descripción de la vida cotidiana de la familia protagonista: Yolanda arreglándose antes de salir de casa, las niñas que desayunan o juegan en su habitación, Oriol hablando (en inglés) con sus clientes, la madre dando clases de español a sus alumnos franceses, el padre visitando un edificio en construcción, la pareja conversando con sus hijas en la cama, etc. Mas lo interesante (o, mejor dicho, lo que a mí me parece verdaderamente interesante) reside en la forma como Rosales lo muestra todo, por medio de una cámara colocada de tal manera que, a ratos (y tal y como ya ocurría en Tiro en la cabeza), parece más bien “espiar” a los personajes tanto en su intimidad como cuando se relacionan abiertamente con otras personas, como manteniendo una distancia y a la vez como queriendo “sorprenderlos” cuando hacen o dicen algo trascendente, o al menos intentando captar esa “sorpresa”: ese momento clave. De ahí planos como, después del prólogo “barceloniano”, esa imagen de Yolanda arreglándose entrevista a través del dintel de una puerta (que recuerda la planificación de La soledad); o ese otro, en cámara móvil, en el cual la cámara se desplaza a través de las dependencias de un edificio en obras y se detiene cuando “encuentra” en una de ellas a Oriol y otros dos hombres hablando, se supone, de su trabajo allí: casi como en Tiro en la cabeza, donde ni siquiera oíamos los diálogos, ahogados por los sonidos ambientales, aquí lo que se oye que hablan no resulta particularmente trascendente. Lo que importa, en definitiva, es el hecho de mostrar al personaje en su quehacer cotidiano, y sobre todo, que la cámara está allí para registrarlo todo: Sueño y silencio se erige, de este modo, en una bonita digresión sobre las relatividad de las fronteras entre el cine y la vida, la ficción y la realidad, con personajes que “actúan” ante una cámara y con una cámara que parece “sorprender” a los personajes como si estos no fueran conscientes de que están siendo filmados. Luego veremos que incluso esto se “rompe” en un momento dado.


Sueño y silencio describe un(os) pedazo(s) de vida de un puñado de seres humanos, narrándolo todo desde una perspectiva que podríamos definir como tangencial: lo sabemos todo sobre los personajes (o casi), pero todo lo que llegamos a saber de ellos lo descubrimos de forma indirecta, y ello se debe a la manera como Rosales plantea la narración, convirtiendo el fuera de campo en la principal figura de estilo. De este modo, y como ya he señalado líneas atrás, vamos “descubriendo” cosas de los personajes, como dónde vive y trabaja la pareja protagonista y dónde cursan estudios sus niñas (en Francia), con qué otras personas se relacionan (compañeros de trabajo, amistades), quiénes son sus otros familiares (los abuelos paternos catalanes: Jaume/ Jaume Terradas y Laura/ Laura Latorre), y sobre todo, la tragedia que, en un momento dado, les golpea con efectos devastadores. En efecto, hay un accidente de automóvil; Oriol, el padre, conduce, y va acompañado de la hija mayor, Celia; pero nunca vemos ese accidente: tan solo una serie de planos de la carretera con la cámara colocada a la altura del parabrisas del vehículo, una leve distorsión de las imágenes (el efecto cegador de la película con sobreexposición, incluso las perforaciones de soporte del celuloide, como si el film entero se saliera del proyector), y finalmente, un corte de montaje que nos conduce a una serie de imágenes desoladoras: los abuelos recibiendo, en su casa de campo, una alarmante llamada telefónica; Yolanda, en plano medio y acompañada por otras dos mujeres, con el rostro demudado y llorando; un funeral resuelto en un único y largo plano general (intuimos entonces que el ataúd que es colocado en el nicho tiene un tamaño más bien pequeño); Yolanda velando el sueño de Oriol en el hospital… Celia ha muerto.


Sueño y silencio es el título del film. La visualización de todo lo que se narra en él tiene, efectivamente, algo de sueño, o si se prefiere, de ensueño, dado que en ningún momento se busca lo onírico, por más que, como ya he señalado, hay determinados apuntes formales no-realistas (el empleo del blanco y negro, los “defectos” de celuloide que preceden al accidente) que parecen apuntar en esa dirección. Hay, eso sí, muchos silencios, en el sentido de que los personajes o bien no hablan (porque están embargados por el dolor, porque no tienen nada que decir a sus interlocutores), o bien lo que dicen, también se ha apuntado, no es realmente trascendente para el espectador (con independencia, claro está, de que pueda serlo para los personajes). Un par de momentos resultan particularmente significativos con respecto a esto último: el primero, aquellas escenas en las cuales Yolanda le reprocha a Oriol (injustamente, todo hay que decirlo) su silencio, a causa de la amnesia que sufre como consecuencia del accidente y que le impide recordar no ya este último…, sino ni tan siquiera a su hija muerta; el segundo al que me refiero es esa escena en la cual estando ambos en su dormitorio Oriol empieza a explicarle una confidencia a Yolanda…, y, de repente, el plano se corta, escamoteándole al espectador el relato de Oriol, o lo que es lo mismo, respetando la intimidad de los personajes dejándoles a solas, fuera de la curiosidad de un público que tan solo puede imaginar o especular sobre de qué van a hablar. Hacía tiempo que el cine español en general, y Jaime Rosales en particular, no ofrecía una película que consigue activar los mecanismos mentales y emocionales del espectador y estimular de tal manera su imaginación y su curiosidad hacia lo que se está contando.


También resulta notable que lo consiga sin dejar de proponer, al mismo tiempo, una curiosa digresión sobre la relación entre cámara y personajes: ya hemos mencionado que, en muchos momentos, se tiene la sensación de que, efectivamente, la cámara sigue a los personajes de Sueño y silencio, registrando su intimidad, y que a ratos parece que les está casi “persiguiendo”. Hay al respecto un par de apuntes admirables, acaso lo mejor del film. El primero es ese plano medio de Yolanda en el parque, a la cual vemos hablando con alguien que está situado, nuevamente, en fuera de campo; no hay contraplano del interlocutor de Yolanda y ni tan siquiera oímos su voz; más adelante, Yolanda se cita con Oriol en una cafetería y le cuenta que ha tenido como una fantasía, en la cual se imaginaba que estaba en el parque hablando… con Celia, y aún siendo consciente de que eso es imposible, eso la ha reconfortado. Un poco como consecuencia de este pequeño incidente, animado por Yolanda y quizá picado por la curiosidad, Oriol accede a darse un paseo por ese mismo parque y sus alrededores, con vistas a que el lugar estimule su memoria dormida y le traiga recuerdos de Celia; hay entonces una secuencia en la cual vemos a Oriol paseando por ese parque, pero sin que ese paseo parezca producirle a su memoria el efecto estimulante deseado, y que concluye con un plano magnífico: empieza con el (consabido) encuadre en cámara móvil y en movimiento frontal, tomado en plano medio muy cerrado sobre las espaldas de Oriol mientras pasea por ese parque; de repente, Oriol se detiene y se vuelve hacia la cámara, mirándola con resentimiento; la cámara también detiene su “seguimiento” del personaje; Oriol vuelve a dar media vuelta y sigue andando, pero la cámara se queda fija en el mismo punto donde se ha parado, filmando cómo el personaje se aleja de ella en plano general. Dicho de otro modo: Oriol “rechaza” esa cámara que parece seguirle a todas partes, poniendo al desnudo la naturaleza del cine como artificio y como “intruso” escrutador de las emociones y los sentimientos humanos; puede verse, asimismo, como una nueva demostración del propósito de Rosales de reservar esa intimidad de los personajes al ámbito personal de estos últimos: a una imposición formal del fuera de campo llevada hasta sus últimas consecuencias.


Ya he mencionado que, si bien la práctica totalidad de la película ha sido rodada en blanco y negro –un blanco y negro granulado muy Nouevelle Vague: a ratos, la textura del film recuerda a la de la famosa obra de Jean Eustache La maman et la putain (1973)—, en un par de momentos de Sueño y silencio el color “salpica” las imágenes. El primero es ese inserto del abuelo paterno, Jaume, esperando al volante de su coche a que Yolanda termine la visita que está realizando a la cuneta donde tuvo lugar el accidente que segó la vida de su hija; de este modo, este personaje, digamos, “secundario” en el devenir del relato adquiere de esta forma una relevancia, como sugiriendo con esta inesperada intromisión del color que el viejo Jaume “vive” dentro de otro mundo, el suyo propio, o dicho de otra manera, que Jaume bien podría ser el protagonista de otra película insertada dentro de Sueño y silencio (o lo que es lo mismo, o casi: que cada película admite tantas versiones como tantos puntos de vista de sus personajes pueda adoptar). El segundo momento al que me refiero tiene lugar justo al final, y enlaza con el prólogo, dado que ambos instantes, principio y final, están protagonizados por Miquel Barceló: si en el prólogo, en blanco y negro, le vemos en plano picado trabajando sobre una superficie rectangular, pintando una escena que parece sugerir la de una tribu reunida alrededor de una hoguera, lo cual asimismo se diría un anticipo de lo que va a ser a continuación la temática principal del film (la historia de “una tribu”, ergo, una familia), el epílogo, en cambio, es en color, y en él vemos, en ese mismo encuadre en picado, a Barceló pintando una especie de lagartijas crucificadas (sic), aplicando, emborronando y redefiniendo las imágenes mediante sucesivas capas de pintura: poco más o menos, ¿acaso no es eso, en el fondo, Sueño y silencio, una pintura impresionista cuyos contornos figurativos se van emborronando mediante la técnica “pictórica” del fuera de campo?


[Nota bene: El montaje de Sueño y silencio que ha llegado a nuestros cines es de 110 minutos, si bien parecen existir indicios de la existencia de una versión más larga, de 120 minutos según la ficha publicada en The Internet Movie Database, en la cual incluso constan las presencias en su reparto de intérpretes tan conocidos como Maria de Medeiros y Sergi López, y la de otro montaje de casi tres horas, según otras fuentes, así como informaciones que afirmaban que la película pudo haberse llegado a cortar como consecuencia de ciertas exigencias del comité de programación del último Festival de Cannes, donde se vio por primera vez el film dentro de la Quincena de los Realizadores. Me limito a dejarlo apuntado a título de curiosidad.]

viernes, 22 de junio de 2012

“IMÁGENES DE ACTUALIDAD” JULIO-AGOSTO 2012, YA A LA VENTA

El núm. 326 de Imágenes de Actualidad, correspondiente a los meses de julio y agosto, destaca en su portada uno de los más esperados blockbusters del verano, El caballero oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, 2012), de Christopher Nolan. Lo acompañan otros títulos “fuertes” del estío cinematográfico, tales como The Amazing Spider-Man (ídem, 2012), Prometheus (ídem, 2012), de Ridley Scott, y Abraham Lincoln: Cazador de vampiros (Abraham Lincoln: Vampire Hunter, 2012), de los cuales se ofrecen extensos reportajes comentados. La información sobre The Amazing Spider-Man se completa con sendas entrevistas a su protagonista, Andrew Garfield, y a su director, Marc Webb, mientras que de Abraham Lincoln: Cazador de vampiros nos habla su realizador, Timur Bekmambetov. La sección Primeras Fotos ofrece espectaculares avances gráficos de películas como Los miserables (Les Misérables, 2012), de Tom Hooper, Gangster Squard (2012), de Ruben Fleischer, y Lo imposible (2012), de J.A. Bayona. A todo ello hay que añadir completos reportajes sobre otros estrenos del verano, tales como Los mercenarios 2 (The Expendables 2, 2012), de Simon West; El legado de Bourne (The Bourne Legacy, 2012), de Tony Gilroy; El pacto (Seeking Justice, 2012), de Roger Donaldson, a raíz del cual incluimos también un retrato de su protagonista femenina, January Jones; Rock of Ages (La era del rock) (Rock of Ages, 2012), de Adam Shankman; Eternamente comprometidos (The Five-Year Engagement, 2012), de Nicholas Stoller; Sin frenos (Premium Rush, 2012), de David Koepp; Brave (Indomable) (Brave, 2012), de Mark Andrews, Brenda Chapman y Steve Purcell; Hara-kiri (Ichimei, 2011), de Takashi Miike; y Desmadre de padre (That’s My Boy, 2012), de Sean Anders, además de información de otros muchos estrenos previstos para estos dos siguientes meses, dentro de la sección Además... El contenido del número se completa con el resto de secciones habituales: Hollywood Boulevard y Hollywood Babilonia, de Álex Faúndez; Zona sin Límites, de Ángel Sala; Diccionario Fantástico, del Dr. Cyclops; ¿Sabías que…?, del profesor Moriarty; Se Rueda y Gran Vía, de Boquerini; Ranking, de Josep Parera; Stars; Él dice, ella dice…; Noticias; Libros, de José María Latorre; BSO y DVD, de Ruiz de Villalobos; y Críticas.


Este mes, el estreno de Los mercenarios 2 es la causa principal de que el Cult Movie lo haya dedicado a la popularísima película de Ted Kotcheff Acorralado (First Blood, 1982), con Sylvester Stallone encarnando por primera vez al celebérrimo veterano de Vietnam John Rambo: “Existe cierta unanimidad a la hora de considerar “Acorralado” la mejor entrega de la serie Rambo. (…) Pese a todo, y con independencia de que guste mucho, poco o nada, puede verse “Acorralado” como una especie de film-puente entre la manera de entender el cine de acción norteamericano entre las décadas de los setenta y los ochenta, puesto que todavía se perciben en ella ecos de las preocupaciones que flotaban en el ambiente de la época la década anterior a su realización –la guerra de Vietnam, “of course”–, (…) por más que ya apunta a dos aspectos característicos del cine norteamericano de los ochenta: el recurso a la acción trepidante y continuada, (…) y sobre todo, la tendencia a la derechización de temáticas y contenidos dramáticos, que estallaría en todo su esplendor con “Rambo: Acorralado 2ª parte”, la entronización del personaje como icono de la cultura popular”.


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lunes, 4 de junio de 2012

“DIRIGIDO POR…” JUNIO 2012, YA A LA VENTA


El núm. 423 de Dirigido por… ofrece este mes una extensa crónica del Festival de Cannes 2012, que ha escrito Quim Casas, quien también firma, entre otros contenidos, destacados comentarios de otros importantes estrenos de previstos para este mes de junio, tal es el caso de L’Apollonide: Souvenirs de la maison close (ídem, 2011, Bertrand Bonello), Moonrise Kingdom (ídem, 2012, Wes Anderson) y Sueño y silencio (Jaime Rosales, 2012), todas ellas vistas entre el año pasado y este año en el mencionado certamen, así como la crítica del documental de Werner Herzog La cueva de los sueños olvidados (Cave of Forgotten Dreams, 2011). Por su parte, Antonio José Navarro aborda otros dos títulos destacados este mes, Red State (ídem, 2011, Kevin Smith) y El enigma del cuervo (The Raven, 2012, James McTeigue). Otros contenidos son la semblanza sobre el director de fotografía Conrad L. Hall que firma Christian Aguilera dentro de la sección Paralelismos; y el comentario sobre la serie de televisión Mad Men (2007- ) que aborda Tonio L. Alarcón con motivo de la reciente emisión de la 5ª temporada de la misma. El número se completa con las críticas de muchas otras películas, además de las habituales secciones Pantalla Digital, de José María Latorre, y Banda Sonora, de Joan Padrol.


Mi contribución a este número está incluida, en primer lugar, dentro de la primera entrega del dossier de dos partes sobre cine de propaganda política, en torno al cine propagandístico realizado en la antigua Unión Soviética, Alemania, Italia y los Estados Unidos antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial y en plena Guerra Fría, el cual consta de un artículo introductorio, a cargo de Quim Casas, y de diez antologías dedicadas a películas como El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), de Leni Riefenstahl [Antonio José Navarro], Confessions of a Nazi Spy (1939), de Anatole Litvak [Juan Carlos Vizcaíno Martínez]; La nave bianca (1942), de Roberto Rossellini [Tonio L. Alarcón], Mission to Moscow (1943), de Michael Curtiz [Antonio José Navarro], El telón de acero (The Iron Curtain, 1948), de William A. Wellman [José María Latorre], The Red Danube (1949), de George Sidney [Quim Casas], I Was a Communist for the FBI (1951), de Gordon Douglas [Antonio José Navarro] y Fugitivos del terror rojo (Man on a Tightrope, 1953), de Elia Kazan [Rafel Miret].


Para la primera parte de este dossier, he escrito un par de antologías. La primera, la del famoso film de Vsevolod Pudovkin Tempestad sobre Asia (Potomok Chingis-Khana, 1928): “mal que pese a los panfletarios y al todavía excesivamente abundante personal que cuando va al cine o ve cine se limita a leer guiones (¡valiente pereza mental!), Vsevolod Pudovkin quizá pudiera ser a veces un cineasta al servicio del régimen comunista, o cuanto menos condicionado por el mismo, pero era también un extraordinario realizador que sabía imprimir una notable carga humana a sus películas más «soviéticas», de tal manera que sus contenidos panfletarios solían quedar minimizados o relativizados por su poderoso sentido de la puesta en escena”.


La segunda antología es la de la magnífica película de Lewis Milestone The North Star (1943): “una vez superados esos ñoños pero quizá “necesarios” treinta primeros minutos, la blandura del relato deja paso a la dureza y ofrece más de una hora de cine grandioso. Los alemanes invaden territorio ruso, trayendo consigo muerte y destrucción; las canciones acaban, las risas cesan, y todo queda dominado por el dolor y el llanto. Es entonces cuando Milestone, firmante de la que posiblemente sea la mejor película bélica de la historia de Hollywood, “Sin novedad en el frente” (All Quiet on the Western Front, 1930) (…), convierte “The North Star” en una obra de arte”.


En lo que a títulos de actualidad se refiere, también firmo un extenso comentario del más reciente film de Tim Burton, Sombras tenebrosas (Dark Shadows, 2012): “Este carácter «deconstructivo» del mejor cine de Burton resulta particularmente refinado en el caso de “Sombras tenebrosas”, dado que no solo forma parte de su planteamiento de producción –su carácter de película basada en una serie de televisión, en este caso la famosa (en los Estados Unidos) producción de Dan Curtis “Dark Shadows” (1966-1971)–, sino también de su entraña dramática a nivel de guión –las peripecias de un vampiro, atrapado dentro de un ataúd durante 200 años, para adaptarse a la Norteamérica de 1972–, y a un nivel todavía más profundo, de su puesta en escena”.


Para la sección Flashback, comento la película de Francis Ford Coppola El hombre sin edad (Youth Without Youth, 2007), con motivo de su estreno en formato DVD y Blu-ray: “una adaptación para el cine, con guión del propio Coppola, de la novela «Tiempo de un centenario» (ediciones españolas: Kairós, 1999; Alianza, 2007), del novelista, filósofo, historiador y ensayista rumano Mircea Eliade (1907-1986). A falta de conocerla por mí mismo, el guión del film parece conectar con muchas de las constantes de la vida y la obra de Eliade, tales como el estudio de las lenguas (hablaba y escribía en rumano, francés, alemán, italiano, inglés, hebreo, persa y sánscrito), el conocimiento sobre los mitos y las religiones (en particular el hinduismo), el interés por el yoga, y el concepto de hierofanía, término acuñado por Eliade en su libro «Tratado de historia de las religiones», a partir de las palabras griegas «hieros» (sagrado) y «faneia» (manifestar), la cual consiste en la manifestación de lo sagrado a través de nuestro cosmos habitual pero en un sentido completamente opuesto al misticismo”.


Asimismo, firmo una critica menos extensa de la agradable comedia sentimental francesa de David y Stéphane Foenkinos La delicadeza (La délicatesse, 2011).


Mi contribución a este número se cierra con el comentario de una estimulante rareza del realizador Harry Lachman titulada La nave de Satán (Dante’s Inferno, 1935), incluido en la sección En busca del cine perdido.