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martes, 29 de julio de 2014

Apuntes, apuntes (2): “CAPITÁN PHILLIPS” – “X-MEN: DÍAS DEL FUTURO PASADO” (+ “VALKIRIA”)



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTOS FILMS.]


Piratas somalíes: Capitán Phillips (Captain Phillips, 2013), de Paul Greengrass.- No había tenido ocasión hasta hace muy poco de ver esta película estrenada a primeros de año del muy irregular Paul Greengrass, cineasta británico bien afincado en Hollywood (y que conste que no lo digo con envidia) y capaz de obras tan interesantes —por más que, sorprendentemente, poco o nada apreciadas— como la magnífica Bloody Sunday (Domingo sangriento) (Bloody Sunday, 2002) o ese film bastante mejor de lo que se dijo en su momento, Green Zone: Distrito protegido (Green Zone, 2010) (1), frente a mediocridades como Extraña petición (The Theory of Flight, 1998) —¿no la recuerdan?: pues ni falta que les hace—, y de cosas, en cambio, aplaudidas a rabiar del calibre de United 93 (ídem, 2006), El mito de Bourne (The Bourne Supremacy, 2004) y El ultimátum de Bourne (The Bourne Ultimatum, 2007), secuelas estas dos últimas de una película no menos mala, El caso Bourne (The Bourne Identity, 2002, Doug Liman). Por fortuna, Capitán Phillips está por encima de las cinco mencionadas en último lugar, aunque el resultado final me parece algo decepcionante.


Hasta cierto punto, Capitán Phillips viene a ser, dentro de la obra de Greengrass, una nueva introspección, corregida y aumentada, del empleo del estereotipo llevada a cabo en Green Zone: Distrito protegido, con la diferencia, empero, de que en esta última eso estaba más conseguido. Recordemos que en ella Matt Damon interpretaba (tan mal como siempre, pero eso ahora no cuenta) a un típico “héroe made in USA” involucrado en una guerra, si cabe (es una forma de hablar), más “sucia” que la de Vietnam, la de Irak, con la determinación de desvelar la que seguramente es la excusa política para justificar una guerra más repugnante llevada a cabo en lo que llevamos de este frenético siglo XXI: la presunta existencia de armas de destrucción masiva. En ese film el héroe convencional encarnado por Damon chocaba ferozmente con una realidad que le sobrepasaba y que ponía al desnudo su condición de estereotipo incapaz de alterarla substancialmente, en lo que puede verse una enésima demostración de ese famoso dicho según el cual la realidad siempre supera a la ficción. En Capitán Phillips, Greengrass y el guionista Billy Ray parten de otro tipo de estereotipos, el representado cada uno a su manera por Richard Phillips (Tom Hanks), capitán de un carguero que navega con bandera norteamericana por las costas de África, y Muse (Barkhad Abdi), líder de un puñado de desnutridos piratas somalíes que, con sorprendente audacia, abordan el barco comandado por Phillips e intentan, primero, robar el dinero y mercancía de valor que transporta, y luego secuestran al propio Phillips con el propósito de pedir un fuerte rescate a cambio de su libertad. Si, como digo, en Green Zone: Distrito protegido había una utilización no exenta de cierta ironía del estereotipo heroico encarnado por Damon, Capitán Phillips pivota sobre el enfrentamiento, físico pero sobre todo psicológico entre dos arquetipos humanos: por un lado, el capitán de carguero que, en el estricto cumplimiento de su deber, intenta evitar el abordaje de los piratas somalíes, y tras no conseguirlo, que la mercancía y en particular sus hombres no sufran daño alguno; y por otro, un expescador somalí de aspecto desnutrido (le apodan, cómo no, “El Flaco”) tras el cual se halla la determinación de alguien al que la pobreza le ha arrebatado lo seguramente poco que tenía y que, desesperado y ya sin nada que perder, está dispuesto a arriesgar la propia vida a cambio de sacar la máxima tajada de su peligrosa aventura.


No es casual, en este sentido, que antes de “entrar en materia” el film nos muestre en primer lugar a Phillips y a Muse en su entorno cotidiano antes de llegar al momento de su enfrentamiento: el primero, despidiéndose de su esposa (Andrea: una fugaz Catherine Keener), quien antes le lleva al aeropuerto en coche, momento que aprovechan ambos para hablar de sus hijos y manifestar cuánto les preocupa su futuro (en conversación, deliberadamente, de actualidad: “nuestros hijos lo tendrán más duro que nosotros…”); mientras que el segundo, en cambio, es presentado en un escenario mucho más duro y áspero que el del anterior, un poblado somalí donde la pobreza se palpa en el ambiente y en el que los hombres se pelean con tal de ser elegidos por Muse u otros desesperados como él para unirse a sus pandillas, cuyos miembros, armados con metralletas, se han organizado para convertirse en piratas y atracar los cargueros que se acercan a sus costas. El contraste es evidente, cuando no obvio: los “problemas”, entre comillas, de Phillips y su cónyuge en relación al rendimiento en los estudios de sus hijos y la incertidumbre de su futuro laboral quedan así reducidos a la nada en comparación con los Problemas, con mayúscula, de Muse y los que, como él, se lanzan al mar movidos por el hambre y la miseria. En uno de los momentos culminantes de ese enfrentamiento psicológico al que me refiero, Phillips le dice a Muse que un pescador como él no tiene porqué convertirse en un secuestrador, a lo cual el somalí le replica: “Puede que en América no…”.


El problema de esta película reside en su descompensación. Si bien intenta mostrarse ecuánime a la hora de mostrarnos tantos datos sobre Phillips como sobre Muse, en ambos casos el resultado es estereotipado y superficial. En este sentido, lo mejor reside en el contraste existente entre los intérpretes elegidos para encarnarles, un sobrio Tom Hanks que confiere una notable humanidad a su personaje (las interpretaciones más recientes de este actor me parecen mucho mejores que las que le dieron la fama en los momentos “culminantes” de su carrera), y el intérprete no profesional Barkhad Abdi, cuyo aspecto famélico y mirada soñolienta se bastan por sí solos para conferirle grandes dosis de verdad a su papel. Por otra parte, el film incurre en otra grave descompensación narrativa a la hora de plantear y resolver el conflicto dibujado; dejando aparte su duración, un tanto exagerada para lo más bien poco que cuenta (134 minutos), hay un exceso de escenas destinadas a glosar con excesiva complacencia el todopoderoso despliegue que la marina estadounidense lleva a cabo con aparente facilidad en la zona marítima donde ha tenido lugar el abordaje del carguero de su país y el secuestro de Phillips, con vistas a solucionar uno y otro. Puede que se tratara de crear otro irónico contraste, la contraposición entre la nación rica y armada hasta los dientes que es capaz de mover una parte importante de su contingente marítimo-militar para acudir solícita al rescate de uno solo de sus ciudadanos, y la angustia de unos somalíes mostrados como desgraciados que no tienen otra alternativa que no sea dedicarse a la piratería o morir de inanición, pero el resultado acaba siendo tan ambiguo y, en el fondo, tan complaciente como a ratos lo era el de la demagógica United 93 (en ocasiones se dice de Greengrass y de otros realizadores de origen no estadounidense que se encuentran integrados-en-Hollywood; él lo está, y mucho). La prueba palpable de esa descompensación reside en sus escenas finales: los tres somalíes que retienen a Phillips en la lancha salvavidas con la que han huido del carguero son abatidos a tiros por los siempre repelentes marines, y su líder, Muse, es detenido tras haberle engañado para que acudiera a bordo del buque de la marina para negociar las condiciones de la liberación de Phillips; este centra, como digo, esas escenas finales, en las cuales le vemos aterrorizado, cubierto de pies a cabeza por la sangre de sus captores y en estado de shock, mientras es atendido por los médicos de a bordo, en una imagen antiheroica, cierto, pero que no encuentra su compensación / contraposición / contraste con la del detenido Muse: el sufrimiento del capitán norteamericano se antepone siempre al del pirata somalí, y con él la concesión al divismo de un, a pesar de todo, excelente Tom Hanks.


Ello no obsta para que Capitán Phillips sea en su conjunto una película más agradable de ver que las secuelas de las aventuras del horrible Jason Bourne perpetradas por Greengrass. Se nota, y mucho, que hay una moderación del plano corto y la cámara móvil que hasta hace poco eran su marca de fábrica estilística, aunque eso estaba mejor —vuelvo a insistir— en la superior Green Zone: Distrito protegido. Es de justicia anotar que el realizador británico demuestra buena mano para los momentos de acción, tal es el caso de la secuencia, magnífica, del abordaje de los piratas somalíes al carguero; que el suspense de todas las escenas desarrolladas a bordo de ese navío está excelentemente dosificado; y que, a pesar de que la acción abandona demasiado pronto el carguero, escenario atractivo dadas sus posibilidades plásticas y escenográficas, para situarse en el claustrofóbico interior de la lancha de salvamento donde viajan Phillips, Muse y los tres compinches de este, el film no por ello pierde ni ritmo ni intensidad, a pesar de que ambos se encuentren perjudicados por la esporádica inserción de esas “inevitables” y más bien molestas escenas desarrolladas en paralelo a las de la lancha y centradas en los aguerridos hijos del Tío Sam desplegando, para tranquilidad del espectador de nacionalidad estadounidense, la imagen de que la policía del mundo también reina allende los mares de la lejana, hostil y cada vez más olvidada África.        




Hipertexto mutante: X-Men: Días del futuro pasado (X-Men: Days of Future Past, 2014), de Bryan Singer.- La nueva entrega de la franquicia cinematográfica de los X-Men vuelve a hacer gala de una tendencia cada vez más consolidada dentro del cine estadounidense. Me refiero a la influencia del lenguaje de las series de televisión norteamericanas actuales, en el sentido de que, cada vez más, las “series” o “sagas” del cine hollywoodiense están construidas de manera que cada secuela (o si se prefiere, “continuación”, “parte” o “entrega”) está tan intrínsecamente relacionada con la o las precedentes, que el desconocimiento de una o varias de estas dificulta sobremanera la comprensión argumental de la más reciente. Esto no tiene nada de nuevo, por descontado: la narración fragmentada de una misma trama o hilo argumental se remonta a la época del serial y no se ha dado solo en la televisión o en la radio, sino también a nivel literario en el caso del folletín o de cierta literatura popular “de bolsillo”, así como, por descontado, en los cómics, la materia prima de la que se nutre el nuevo film de un Bryan Singer felizmente recuperado (para la franquicia de los X-Men, quiero decir; no para ese buen cine que nunca ha dejado de practicar: mal que les pese a algunos, Superman Returns (ídem, 2006), Valkiria (Valkyrie, 2008; ver adenda) y Jack el caza gigantes (Jack the Giant Slayer, 2013) son buenas películas). Bajo esta perspectiva, en el fondo pocas cosas hay más “viejas” dentro del cine actual que las ya largo tiempo consolidadas franquicias de James Bond 007, Star Wars, Indiana Jones, Harry Potter, Batman, Rambo, Jason Bourne y tantas y tantas otras: vino añejo en odres nuevos, o todo lo más renovados.


Existe cierto consenso en que en buena parte del cine de hoy se ha implantado esa manera de narrar en función del recuperado y en la actualidad plenamente consolidado carácter “serial” de lo que, para entendernos, conocemos como franquicias (o dicho de otro modo, que hay una forma de narrar renovada, pues como hemos apuntado no es del todo nueva). Una cuestión es que esa forma de narración cinematográfica nos guste a nivel personal y/o particular: la sempiterna, y bendita, interferencia del gusto. Pero algo muy distinto de lo anterior es que rechacemos esa narrativa en base a un argumento, en el fondo, tan frágil y limitado como es el del propio gusto; desde esa perspectiva, y como experimento, me parece interesante esa adopción que está llevando a cabo el cine de la narrativa fragmentada en episodios propia de la televisión; adopción, o quizá mejor dicho, recuperación, si tenemos en cuenta una vez más, no lo olvidemos, que antes de las series de televisión o de la misma televisión existió el serial cinematográfico. Desde este punto de vista, y tomando como ejemplo la franquicia de los X-Men y la constituida paralelamente a modo de lo que se conoce como spin-off suyo, la de Lobezno, nos hallamos ante una “saga” que, al menos hasta el momento (y nada parece indicar que más adelante no sea así), se retroalimenta de sus propios hallazgos y giros de argumento, de manera que X-Men: Días del futuro pasado retoma la trama de la franquicia en el mismo punto en el cual concluyó X-Men: La decisión final (X-Men: The Last Stand, 2006, Brett Ratner), por más que esta nueva entrega también viene a ser, por un lado, un cruce de la línea narrativa abierta en esas tres primeras películas de la franquicia junto con la explorada en la —horrible palabreja— “precuela” X-Men: Primera generación (X-Men: First Class, 2011, Matthew Vaughn), y en lo que se refiere al personaje de Lobezno (Hugh Jackman), una continuación del hilo argumental abierto en Lobezno inmortal (The Wolverine, 2013, James Mangold), cuya secuencia final post-créditos, recordemos, ya anunciaba en cierto sentido X-Men: Días del futuro pasado mediante una inesperada aparición de los personajes del profesor Charles Xavier (Patrick Stewart) y Magneto (Ian McKellen) (1). Coda que se da asimismo en el nuevo film mediante la inserción de una breve y enigmática secuencia tras los títulos de crédito, que viene a erigirse en una especie de must de la ya anunciada X-Men: Apocalypse (2016).


Por tanto, la “ventaja” —si es que se le puede llamar así— de X-Men: Días del futuro pasado reside en que, con su carácter de obra que se nutre de otras obras, contribuye a matizar y/o completar a sus predecesoras, de manera que el film permite no solo otra profundización en la juventud de los personajes de Xavier, Magneto y Mística en la línea de la planteada en X-Men: Primera generación (y con el concurso de sus mismos intérpretes, James McAvoy, Michael Fassbender y Jennifer Lawrence respectivamente), sino también un nuevo giro final en virtud del cual la trama, que previamente ha “saltado” del futuro más lejano al pasado más pretérito (valga la redundancia) de los mutantes, termina regresando al pasado-presente en el cual se inició la franquicia, con Lobezno reencontrándose nuevamente en la escuela del profesor Xavier, por la cual se dejan ver —fugazmente— Pícara (Anna Paquin), Cíclope (James Marsden) y sobre todo su amada difunta, Jean Grey (Famke Janssen), que atormentaba las pesadillas del mutante de las zarpas en Lobezno inmortal y que de este modo reaparece “viva” —al igual que el mencionado Cíclope— porque en realidad en este nuevo plano temporal nunca ha “muerto”. Desde este punto de vista, podría decirse que la franquicia de los X-Men y otras construidas de similar forma conforman cada una a su manera una especie de hipertexto (o intertexto, como prefieren llamarlo algunos), más o menos similar a como lo define el teórico francés Gérard Genette. El “inconveniente”, como ya he apuntado, reside en que el carácter “serial” de las actuales franquicias comporta un factor de obligatoriedad, en virtud del cual es, si no necesario, sí altamente recomendable haber visto previamente X-Men (ídem, 2000, Bryan Singer), X-Men 2 (X2, 2003, Singer), X-Men: La decisión final, X-Men orígenes: Lobezno (X-Men Origins: Wolverine, 2009, Gavin Hood), X-Men: Primera generación y Lobezno inmortal para captar todos los flecos de X-Men: Días del futuro pasado.


Sea como fuere, y viéndola en sí misma considerada, esta nueva entrega de la saga mutante me parece, como mínimo, tan interesante como las dos primeras contribuciones de Singer a la franquicia o como X-Men: Primera generación, cuyos méritos a mi entender se debían en no poca medida a la presencia en la misma de Singer en calidad de coautor del argumento y productor, por más que no falte quien considere que lo mejor de aquélla y de Días del futuro pasado reside en la presencia e influencia de Matthew Vaughn como responsable de parte del guión y de la realización de Primera generación y como coguionista de Días del futuro pasado, aunque esto último dependerá de la estima que cada cual sienta hacia Vaughn y su anterior aproximación al así llamado universo de los cómics de superhéroes, Kick-Ass: Listo para machacar (Kick-Ass, 2010), muy escasa en mi caso.


Días del futuro pasado atesora fragmentos memorables, empezando por la excelente secuencia de la llegada de Lobezno al pasado (años sesenta), despertándose en una habitación junto a una mujer desnuda y viéndose asaltado por unos mafiosos, en un fragmento al cual la cálida fotografía de Newton Thomas Sigel confiere una acertada atmósfera “sesentera” cuyo realismo contrasta con la irrealidad de la situación que allí se desarrolla, con el mutante de las zarpas mostrando otra vez su talento para que su cuerpo escupa las balas que acaban de dispararle. También destaca la particularmente brillante secuencia del rescate del joven Magneto del interior del edificio del Pentágono a cargo de Lobezno, el joven Xavier, el joven Bestia (Nicholas Hoult) y Quicksilver (Evan Peters), y por descontado, los magníficos “planos imposibles” en los cuales vemos al último de los citados recorriendo una habitación a cámara ultrarrápida y apartando de su trayectoria las balas de los agentes de seguridad que intentan acribillarles, en una nueva muestra, corregida y aumentada, de la habilidad demostrada por Singer en X-Men 2 para integrar en unos mismos encuadres la eficacia narrativa y la espectacularidad de los efectos visuales. Otro gran momento, en el cual el film alcanza la cota de dramatismo que no siempre consigue, es aquel en el que un enfurecido Magneto sacude amenazadoramente la estructura del avión en el que viaja junto con Lobezno, Xavier y Bestia, manifestando de nuevo el resentimiento que siente hacia una raza humana que no ha dejado de perseguirle desde que era niño: el crujido del avión expresa muy bien la medida del odio del personaje. Cabe señalar, asimismo, la secuencia del intento de asesinato de Bolivar Trask (Peter Dinklage) a manos de Mística saboteado por Lobezno, Magneto, Xavier y Bestia, ahora aliados en una causa común, en la cual la inserción de planos con estética de reportaje televisivo (justificados por la presencia de las cámaras de televisión) confiere cierto surrealista aire de política-ficción que no puede menos que hacer recordar, vagamente, a lo logrado por Zack Snyder en su lectura de Watchmen (ídem, 2009) (2); o el no menos brillante clímax, con Magneto alzando por los aires un estadio deportivo entero para utilizarlo como encerrona para Trask, el presidente Nixon (sic) y su equipo de colaboradores. El único reparo serio que impide que Días del futuro pasado sea la película-X-Men-definitiva que quiere ser reside, acaso, en cierta frialdad tonal que remonta, empero, en sus secuencias más “fuertes”, asimismo las más elaboradas y conseguidas.


Adenda: Con motivo de la publicación de mi comentario de X-Men: Días del futuro pasado, aprovecho la ocasión para recuperar un texto mío dedicado a otro film de Bryan Singer, Valkiria, originalmente publicado en la desaparecida primera versión de mi blog, en Blogspot.es, el 14 de  febrero de 2009.



Una vez más, me ha vuelto a ocurrir: casi todo el mundo me ha estado lanzando pestes contra la nueva película de Bryan Singer (que si aburrida, que si no se entiende porqué los conspiradores quieren asesinar a Hitler, que si hacer un film de suspense con un hecho histórico que todo el mundo sabe cómo acabó es ridículo, etc., etc.). Una vez vista, y sin la menor pretensión por mi parte de ir a contracorriente, me ha parecido una película cuanto menos interesante. Vaya por delante que no creo que sea un gran film y que le reconozco defectos, entre ellos un exceso de frialdad expositiva; además, y esto casi siempre suele condicionar el resultado de una película de sus características, se nota que nos hallamos ante una producción hecha a mayor honra y gloria de Tom Cruise (por otro lado aquí muy correcto como actor, si bien una vez más anulado por los excelentes compañeros de reparto de los que se empeña en rodearse y que le eclipsan con facilidad). A pesar de todo ello, Valkiria me ha parecido un encargo asumido por Bryan Singer con honestidad y sentido del oficio. Más que la descripción de hechos que lleva a cabo el realizador en torno al famoso intento de golpe de estado contra Adolf Hitler por medio de un atentado con bomba, conocido como Operación Valkiria —ya presente en films alemanes como el recientemente editado en DVD Sucedió el 20 de Julio (Es geschach am 20. Juli, 1955), de Georg Wilhelm Pabst, o el telefilm Stauffenberg (Jo Baier, 2004), editado en DVD como Operación Valkiria y emitido por Antena 3 como Valkiria—, lo que me ha llamado la atención del relato, filmado y resuelto de una manera, digamos, “clásica” (por otra parte, algo nada raro en un realizador que, a pesar de su aureola de “moderno”, siempre me ha parecido extrañamente elegante para los tiempos que corren), es su sentido del detalle.


Explicado a grandes rasgos, Valkiria, versión Bryan Singer, vendría a ser un pedazo de Historia, objetivo, en medio del cual aparecen “fugas” subjetivas que se esfuerzan en profundizar —con mejor o peor fortuna— en el perfil humano de los personajes. Eso justificaría que el “clasicismo” (comillas bien grandes) de la puesta en escena se vea a ratos perturbado por la inserción de gestos y miradas que sugieren la existencia de algo soterrado, agazapado bajo la aparente “lección de Historia” que se nos pretende contar. Hay, en primer lugar, un curioso juego dramático con el ojo izquierdo de Stauffenberg (Cruise), el órgano que perderá como consecuencia de sus heridas en combate en el norte de África: se inserta un primer plano del mismo mientras el protagonista expresa en su diario su rechazo hacia Hitler; luego, Stauffenberg tiene una entrevista secreta con Fellgiebel (Eddie Izzard) en los lavabos, a la cual le ha convocado… mezclando su ojo de cristal con los cubitos de hielo de su copa (sic); en su primera entrevista con Hitler (David Bamber) para que le firme la nueva versión de la Operación Valkiria, Stauffenberg usa ese ojo de cristal; al final, durante el intento de asesinato en la Guarida del Lobo, cruzará su mirada con la del dictador sin esa prótesis, con su único ojo sano y el otro cubierto con el parche (yendo más lejos, la única vez que vemos el ojo mutilado del protagonista es en un espejo, mientras se está afeitando poco antes de viajar a la Guarida del Lobo: Stauffenberg se hace un pequeño corte en el cuello, que mancha de sangre el de su camisa, lo cual será la excusa para pedir una habitación privada donde conectar la bomba que lleva en el maletín). Esta clase de detalles también aparecen en relación a los demás personajes o en determinadas situaciones, lo cual confiere una lograda fuerza dramática al conjunto: Brandt (Tom Hollander) depositando con brusquedad sobre la mesa la caja con la botella de licor (y, dentro, otra bomba) que ha preparado Tresckow (Kenneth Branagh); Fromm (Tom Wilkinson) desconectando el cable del teléfono en el momento en que comprende que Stauffenberg y Olbricht (Bill Nighy) le están sugiriendo su participación en un golpe de estado; en particular, ese gran momento en que Fromm obliga a Stauffenberg a hacer el saludo nazi y este último lo lleva a cabo mostrando el muñón en el que termina su brazo derecho… Hay al respecto un par de apuntes sofisticados: el plano general de la iglesia sin techo (probablemente, por efecto de un bombardeo aliado) que cierra la secuencia de la entrevista secreta que ha tenido lugar allí entre Stauffenberg y Tresckow; y el poético flashback en el cual Stauffenberg, en el avión que le conduce a la Guarida del Lobo la mañana del atentado, rememora la despedida de su esposa Nina (Carice van Houten) en la calle: Singer mantiene el sonido del avión en vuelo, sin música, haciendo así más íntimo y emotivo el recuerdo del personaje; puede que su reiteración final sea innecesaria, pero resulta coherente con el tono general del relato.   


viernes, 18 de julio de 2014

Un mundo sin piedad: “SABOTAGE”, de DAVID AYER



[ADVERTENCIA: EN EL PRESENTE ARTÍCULO SE REVELAN IMPORTANTES DETALLES DE LA TRAMA DE ESTE FILM.] Hacía tiempo que no veía una película actual en la que los tonos marcados por el guión y la puesta en escena se complementaran con tanta armonía como en Sabotage (ídem, 2014). Por más que la cuestión de la coherencia siempre es peligrosa, pues no basta con que haya un equilibrio entre intenciones y resultados para considerar que nos hallamos ante una buena película (la coherencia por sí sola no quiere decir nada, a no ser que esas intenciones y esos resultados sean el resultado de un tratamiento personal y creativo de los mismos), hay que reconocer que en el film parcialmente escrito y dirigido por David Ayer existe una relación tan estrecha entre lo que narra y el cómo se narra que llegan a ser indisociables. En este sentido, la dureza y aspereza de la descripción psicológica de todos los personajes se corresponde con el tono “sucio” y abrupto de la realización; en cierto modo, la armonía existente entre trama y realización es tal que resulta difícil discernir si el tono del relato viene marcado por el estilo que le imprime Ayer tras las cámaras, o si es a la inversa.


Es verdad que el guión, parece ser que originalmente escrito por Skip Woods y cuya versión definitiva surgió de una reescritura llevada a cabo por Ayer, es lo menos interesante del film; es más, el libreto en cuestión se ha llevado estos días los más severos “palos”, si bien hay serias dudas en torno a si la versión que ahora conocemos de la película es la definitiva, y parece ser que no. Según algunas informaciones Ayer habría declarado que el primer montaje del film rondaba las tres horas pero fue radicalmente cortado por el estudio para potenciar sus escenas de acción en perjuicio del tono de thriller de misterio que él quería resaltar (estos días se ha dicho hasta la saciedad que Sabotage es una especie de variante actioner de los célebres Diez negritos de Agatha Christie; de hecho, uno de sus primeros títulos de rodaje fue Ten, “diez”); otros reportes apuntan a que se cambió hasta tres veces el final para “suavizar” al personaje interpretado por Arnold Schwarzenegger (1).


Desde este punto de vista, y suponiendo que dichas informaciones sean veraces, eso no hace sino más meritorio el resultado, habida cuenta su notabilísima intensidad. Como digo, resulta muy raro encontrar una producción hollywoodiense como esta (por más que modesta para los parámetros actuales: 35 millones de dólares de presupuesto) que haga gala de tanta aspereza a la hora de describir a sus personajes, un puñado de indeseables a las órdenes del veterano John “Breacher” Wharton (un envejecido Arnold Schwarzenegger) que forman un equipo de fuerzas especiales de la DEA (Drug Enforcement Administration) caracterizado por la brutalidad de sus métodos de represión del crimen organizado. Al principio del relato, vemos a “Breacher” y sus hombres irrumpiendo a sangre y fuego en la mansión de un narcotraficante; entre los componentes del equipo de “Breacher” hay una mujer, Lizzy (Mireille Enos), que se ha infiltrado previamente en la casa fingiéndose prostituta para facilitar desde dentro la entrada de “Breacher” y los suyos. La crudeza de esta secuencia corre pareja a la “suciedad” de la apariencia de los personajes —hombres rudos, tatuados y de aspecto amenazador; y la única mujer del grupo, la mencionada Lizzy, no les anda a la zaga—, y sobre todo, la turbiedad de sus intenciones: además de matar a todos los narcotraficantes que encuentran a su paso sin hacer detenciones, el propósito de “Breacher” y su equipo es llegar al sótano de la mansión, acceder al impresionante botín de cientos de millones de dólares producto del narcotráfico, y pegarle fuego…, no sin antes haber “apartado” y escondido en el sistema de alcantarillado diez millones para su propio beneficio.


Todos ellos son interrogados por la policía, que ha descubierto que faltan esos diez millones. Dinero que, por cierto, ha desaparecido misteriosamente de su escondrijo en la alcantarilla sin que ningún miembro del grupo tenga la menor idea de su paradero. La investigación se cierra sin resultados, y el superior de “Breacher”, Floyd Demel (Martin Donovan), se ve obligado a devolverles a él y a su equipo al servicio activo. Pero, poco después, los hombres de “Breacher” empiezan a ser asesinados uno a uno: el primero, “Pyro” (Max Martini), muere arrollado por un tren dentro de la autocaravana donde vive cuando alguien la coloca sobre la vía del tren mientras duerme; el segundo, “Neck” (Josh Holloway), aparece grotescamente clavado en el techo de su propia casa (sic), y destripado; un tercero, “Tripod” (Kevin Vance), es acribillado en los alrededores de su cabaña… La detective de la policía a cargo de la investigación de los asesinatos, Caroline  Brentwood (Olivia Williams), y el propio “Breacher” llegan a la conclusión de que las matanzas son obra de un grupo de mercenarios guatemaltecos contratados para asesinarles por el cártel mexicano de Brujo, el mismo que tenía en propiedad la mansión asaltada y los diez millones de dólares desaparecidos.


Me he detenido a desgranar el argumento de Sabotage porque, si bien de la lectura del mismo puede inferirse que nos hallamos ante el clásico relato maniqueo en el cual el Bien y el Mal aparecen bien delimitados, lo cierto es que en la práctica la descripción que el film ofrece de “Breacher” y su equipo dista mucho de ser halagüeña. Ya hemos visto su actitud y su brutalidad en la secuencia del asalto a la mansión del “narco”: no son agentes-de-la-ley-y-el-orden, sino asesinos legalmente autorizados a matar que aprovechan esa impunidad para cometer un atraco. Después del asalto a la mansión, vemos a “Breacher” y su gente corriéndose una juerga en un club de striptease donde corre el alcohol en abundancia; en una fiesta posterior de similares características, la gente de “Breacher” la emprende a golpes con un encargado de seguridad del local cuando intenta que se tranquilicen… Antes de que “Breacher” vuelva con ellos para organizarles de nuevo tras haber sido reincorporado al servicio activo, les vemos en otra secuencia compartiendo una sala en el campamento que utilizan para entrenarse, y la sensación que se tiene es la de estar asistiendo a una reunión de criminales…, por no hablar de que, fuera de sus actividades paramilitares, parecen no tener ninguna otra vida ni ninguna otra compañía que la de ellos mismos. Más tarde, en el curso de una fiesta celebrada en casa de “Breacher”, este y los suyos reciben la visita de Caroline, y “Grinder” (Joe Manganiello)  y “Neck” la toman por la bailarina de striptease que ha sido contratada por su jefe para amenizar la juerga, tratándola con un desprecio machista y misógino al cual la detective responde firme y amenazadoramente. Tan pronto como una serie de evidencias apuntan a la posibilidad de que no son los mercenarios guatemaltecos quienes están diezmando a su grupo, sino que alguien del equipo es un traidor, la desconfianza no tarda en implantarse entre los únicos supervivientes de la masacre: “Breacher”, Lizzy, su marido “Monster” (Sam Worthington), “Sugar” (Terrence Howard) y “Grinder”. Antes hemos oído a “Breacher” apelar al sentido de la camaradería y hasta de la familia que había entre ellos para recuperar el sentimiento de unidad del equipo, pero a la hora de la verdad nada de eso sirve ante una situación en la cual solo vale el instinto de supervivencia.


Este desolador paisaje humano, al cual podemos añadir algunas pinceladas relativas a personajes como el de Lizzy —que arrastra desde hace tiempo una adicción a las drogas a duras penas consentida por “Breacher” y “Monster”— o incluso el de Caroline —una agente de policía ligeramente andrógina y de vida solitaria que comete la imprudencia de pasar una noche de sexo con el sospechoso “Breacher” (en un giro de guión, todo hay que decirlo, demasiado forzado y poco convincente)—, está enmarcado por David Ayer en un contexto de extrema violencia. Además de la repetidamente mencionada secuencia del asalto a la mansión del “narco”, hay que anotar momentos de tanta insospechada crudeza como el hallazgo de los pedazos del cuerpo de “Pyro” en los alrededores de la vía férrea por donde ha pasado el tren que ha arrollado su autocaravana, y que culmina con el descubrimiento del cadáver triturado del personaje, un amasijo de carne y entrañas prácticamente sin forma humana reconocible; o el asimismo citado hallazgo por parte de “Breacher” y Caroline del cuerpo sin vida de “Neck”: los dos primeros entran en la casa a oscuras del segundo, y Caroline localiza el cadáver tras haber resbalado en el gran charco de sangre que hay debajo de su cuerpo, como hemos dicho, clavado en el techo y con las tripas colgando…; o el hallazgo de más cadáveres, en este caso el inesperado de los mercenarios guatemaltecos arrojados a un lago envueltos con una tela metálica y pudriéndose en el agua desde hace una semana. A ratos parece que estemos viendo una película de Paul Verhoeven —quien dirigió a Schwarzenegger en el que sin duda es uno de los mejores films de la carrera del austriaco, Desafío total (Total Recall, 1990)—, pues Sabotage recupera siquiera en parte ese carácter turbio tan propio del gran cineasta holandés y su gusto por la exhibición del comportamiento del ser humano, entendido como una máquina de matar y de follar para la que el concepto de civilización es una mera apariencia que no hace sino reprimir/encubrir sus instintos primarios reales.


El tono abrupto de los personajes guarda una concordancia casi perfecta con la tonalidad heterodoxa de la planificación, la cual se amolda a cada momento a la situación marcada por el estado emocional de los personajes. En este sentido, la de nuevo mencionada primera secuencia del asalto a la mansión del “narco”, y sobre todo la posterior y extraordinaria de la redada llevada a cabo por “Breacher” y su gente al bloque de apartamentos donde esperan encontrar a los miembros del cártel que les están pisando los talones, hacen gala de una planificación “limpia” y precisa, a pesar de un subrepticio uso de la cámara en mano, que era la base de la puesta en escena de Ayer en su anterior Sin tregua (End of Watch, 2012), la cual lamento no haber visto todavía, y que supera lo logrado en su nada despreciable Dueños de la calle (Street Kings, 2008). Puesta en escena “limpia”, como digo, que está a tono con el carácter triunfalista y fanfarrón de las brutales operaciones de limpieza llevadas a cabo con probada eficacia por “Breacher” y lo suyos, y que no por casualidad coinciden con sendos momentos de exaltación de los protagonistas, el primero perpetrando un “golpe” que saben que va a reportarles mucho dinero, y el segundo ejecutando una redada en la cual esperan encontrar, y matar, a los responsables de sus problemas.


En cambio, el tono de otras escenas de violencia es más seco y cortante cuando está enmarcado, tampoco casualmente, en momentos en los cuales la situación se les va de las manos. Es el caso de los aterradores planos, con la cámara colocada en el interior de la autocaravana, mirando “impasible”, inhumana, cómo “Pyro” es zarandeado hasta la  muerte al ser arrollado por el tren; el plano imposible, con la cámara aparentemente colocada sobre el cañón de la pistola que “Tripod” usa para intentar defenderse y filmando de cara a él; la sangrienta resolución de la disputa en la cocina entre “Monster” y Lizzy; el fulminante asesinato en la cafetería de “Grinder” en presencia de “Breacher” y Caroline; el contundente ajuste de cuentas entre “Breacher” y Lizzy. En otras ocasiones la violencia con la que se describe el entorno de estos personajes es, por así llamarla, cinematográficamente formal, en cuanto es la “suciedad” de los encuadres —suciedad entendida como algo opuesto a clasicismo— la que perturba con rudeza el ojo del espectador. Me estoy refiriendo a los momentos en los que se insertan imágenes de los supuestos vídeos que se han filmado en comisaría cuando “Breacher” y cada uno de los componentes de su equipo son sometidos a interrogatorios por separado por parte de los agentes de asuntos internos para que den explicaciones sobre lo que ocurrió en la mansión del “narco” que asaltaron: el interrogatorio de cada personaje se abre con un primer plano muy cerrado sobre sus rostros y con sus nombres superpuestos en pantalla, como si su sola presencia ante el objetivo de una cámara bastara para “perturbar” el limpio/clásico comportamiento de la misma. Sabotage me parece, por eso mismo, una película moderna en el mejor sentido de la expresión: sabe utilizar heterodoxos recursos de puesta en escena cuando la ocasión lo requiere y con vistas a imprimir un determinado sentido a lo narrado en virtud de la textura proporcionada por la cámara utilizada y el ángulo escogido. A esto yo lo llamo cine.    


Pero acaso lo mejor y más arriesgado de este espléndido film reside en el tratamiento que se le da al personaje de “Breacher”, y con él, al carácter icónico dentro del género de acción del astro que lo interpreta. En cierto sentido, podría decirse que Sabotage no solo es una película “de” Schwarzenegger, sino también una película “sobre” Schwarzenegger, en cuanto se erige en una sorprendente digresión de la figura cinematográfica del actor y su carácter de héroe-de-la-pantalla (dicho sea de paso, no es la primera vez que Schwarzenegger se somete a un —sutil— cuestionamiento de su imagen heroica: antes lo hizo precisamente en la mencionada Desafío total, donde, como se recordará, se sugería la posibilidad de que todas las hazañas heroicas del protagonista no fueran sino una fantasía implantada en su cerebro).


En primera instancia, “Breacher” viene a representar las mejores virtudes (pocas, eso sí) atribuibles a su forma de ganarse la vida: veteranía, profesionalidad, cierto sentido de la ética… Dicho de otro modo, el film juega hábilmente con la edad y la imagen prototípica de Schwarzenegger de cara a mostrar a su personaje como alguien relativamente más honorable, ergo preferible, que la gente que tiene a su mando, más jóvenes, impulsivos y violentos; por tanto, peores. Pero incluso ese retrato teóricamente positivo se va tiñendo de ambigüedad, de oscuridad, a medida que vamos descubriendo sus motivaciones a través de la revelación de ciertos aspectos ocultos de sus circunstancias personales. Una serie de pinceladas a través de otras imágenes grabadas en vídeo, como las que abren el relato antes de situarnos temporalmente dos años después y que se repiten más adelante, nos descubren a “Breacher” observando la terrorífica grabación de la tortura y el asesinato a sangre fría de su esposa (Catherine Dyer) a manos de criminales de un cártel mexicano; hay aquí un gran momento: antes de morir de un disparo en la cabeza, la mujer de “Breacher” mira hacia la cámara y sus últimas palabras son: “te quiero, amor mío”; podemos pensar que “Breacher” mira una y otra vez esta grabación —haciéndolo, además, con la terrorífica tranquilidad de alguien que ha terminado acostumbrándose a ver ese horror de tantas veces que ha llegado a verlo durante dos años…—, no tanto para volver a ver el calvario y la muerte de su esposa y también de su hijo (Patrick Johnson), alimentando así su odio y su deseo de venganza, como por el hecho de que el vídeo recoge esas últimas palabras de su mujer expresamente dirigidas hacia él. Más adelante, un brillante flashback situado en un aeropuerto nos descubre cómo “Breacher” y su equipo entregaron a un importante dirigente “narco” a la policía mexicana, y cómo este último fue inmediatamente asesinado por una agente corrupta para impedirle hablar: a pesar de que el “narco” fue silenciado, el cártel ordenó el secuestro, tortura y asesinato de la familia de “Breacher” para darle un escarmiento por su intromisión.


Antes incluso de que poseamos esa información, David Ayer vuelve a sugerir a través de su trabajo tras la cámara que hay algo turbulento en el aparentemente intachable “Breacher”. Está, por un lado, ese plano general en el cual vemos a “Breacher” conversando con “Monster” en una sala del campamento de entrenamiento, construido de tal manera que la luz solar que penetra a través de un conducto de ventilación cae directamente sobre “Breacher” y le “descubre”, a los ojos del espectador avezado, como el responsable (indirecto) de todo lo que está pasando. O en particular esa excelente secuencia que muestra, recurriendo al montaje en paralelo, por un lado a “Breacher” y Caroline acercándose a la cabaña en el bosque donde vive “Tripod”, y por otro a este último haciendo frente a tiros a los mercenarios guatemaltecos que vienen a ejecutarle. Recurriendo a un montaje en paralelo “engañoso” que en su época patentó Jonathan Demme en El silencio de los corderos (The Silence of the Lambs, 1990), acabamos descubriendo al final de la secuencia que el momento en el que “Breacher” y Caroline se acercan a la casa de “Tripod” tiene lugar temporalmente después de la muerte de aquél a manos de los matarifes enviados por el cártel; pero, montando ambas escenas de esta manera en una sola secuencia, Ayer no solo crea la ilusión de que las dos acciones están sucediendo al mismo tiempo (como ya hacía Demme), sino que incluso llega más lejos al sugerir de este modo que “Breacher” es, de nuevo, en parte responsable de la muerte de su hombre: el protagonista está presente en pantalla (sin estarlo) justo cuando “Tripod” cae acribillado, quien ha caído víctima de su omisión y su silencio interesado.


Fuera o no una imposición del estudio, el epílogo propuesto por Ayer en el presente montaje de este film atípico y recomendable me parece harto atractivo. Por un lado, reafirma el carácter hasta cierto punto romántico del personaje de “Breacher”, quien se apoderó de los diez millones de dólares con la única finalidad de pagar con ellos el elevado soborno necesario para dar con la identidad del hombre que torturó y asesinó a su esposa e hijo y así poder vengarse del mismo; cierto es que puede verse, claro está, como una concesión al estrellato de Schwarzenegger en el conjunto de una película muy coral y poblada por comparsas del astro de no menos fuerte personalidad, pero también como una nueva y definitiva utilización dramática del carisma de la vieja estrella del actioner, en cuanto representante de un “sentido del honor” que ya no se encuentra en los matarifes jóvenes que tenía a su cargo. Por otro lado, la sórdida ambientación mexicana del epílogo le confiere una cierta pátina de western crepuscular —ese gesto final de un malherido “Breacher”, tomándose un whisky y encendiendo el característico puro “a lo” Schwarzenegger, una vez ha consumado su venganza—, que hace pensar vagamente en Peckinpah y, sobre todo, en el Walter Hill de la estupenda Traición sin límites (Extreme Prejudice, 1987), otro film que, sospecho, nos gusta más bien a pocos y que, al igual de Sabotage, todavía dormirá durante un tiempo el sueño de los justos hasta que llegue el día de su reivindicación. 


              

 (1) Se han difundido imágenes publicitarias en las cuales se ve a “Breacher” y Caroline enfrascados en un tiroteo nocturno que tiene lugar en un muelle y que no aparecen en el film; pueden verse en los siguientes enlaces:
Asimismo, y según una información publicada en The Internet Movie Database: “La película tenía originalmente un final completamente diferente. En ese final Caroline y “Breacher” capturan a Lizzy, la cual confiesa. “Breacher” dispara contra Lizzy antes de que pueda revelar demasiado, y entonces Caroline comprende que “Breacher” es el responsable de los asesinatos. “Breacher” desaparece rápidamente sin dejar rastro. Caroline y su colega Jackson se dirigen a un lago para recuperar el dinero. “Breacher” aparece, apuñala a Jackson y termina luchando con Caroline en el agua. David Ayer filmó dos versiones alternativas de este final. En el primero Caroline logra escapar y “Breacher” se encuentra con dos coches patrulla que le interceptan cuando intenta huir con el dinero. “Breacher” mata a los agentes de policía y se dispone a escapar en uno de los coches patrulla. Entonces aparece Caroline y le mata disparándole con su pistola. En la segunda versión del final “Breacher” mata a Caroline antes de que ella le dispare y huye con el dinero. Pero ambas versiones fueron rechazadas por los productores, los cuales obligaron a Ayer a idear un nuevo final en el cual se viera que el personaje de Arnold Schwarzenegger no es un villano sino un antihéroe”: http://www.imdb.com/title/tt1742334/trivia?ref_=tt_ql_2

martes, 15 de julio de 2014

“THE TWILIGHT ZONE”, Temporada 4, ya a la venta



Ya está en tiendas el pack de 5 DVDs recientemente editado por L’Atelier 13 que contiene la cuarta temporada de la legendaria serie de televisión norteamericana The Twilight Zone (1959-1964), conocida en España como Dimensión desconocida. Además de numerosos extras de notable interés, el pack se complementa con un folleto de 40 páginas en cuya redacción hemos participado los autores del volumen The Twilight Zone (Scifiworld – Festival de Sitges), Jordi Ardid, Àlex Barba, Sergi Grau, Joan Renter, Lluís Vilanova y un servidor.


Como bien sabrán los amantes de este clásico imprescindible de la (mal llamada) “pequeña pantalla”, la particularidad de esta cuarta temporada es que, a diferencia del resto de la serie, sus 18 episodios tenían una duración de alrededor de una hora, algo único que se rectificó en la quinta y última temporada, en la cual se regresó al formato habitual de 30 minutos. Eso no supuso ningún detrimento para la calidad de la serie, pues —como comento en el folleto— “a poco que la miremos a vista de pájaros hallamos en ella joyas de formidable valor: “In This Image”, y su sugestiva visión de la robótica (de la cual James Cameron tomó buena nota para su Terminator…, primer plano de un brazo mecánico literalmente copiado incluido); “The Thirty-Fathom Grave”, relato de fantasmas ambientado en un submarino; “Valley of the Shadow”, con una situación abstracta digna del Buñuel de “El ángel exterminador” (1962); “He’s Alive”, y su singular digresión sobre un posible resurgimiento del nazismo; “Mute”, en el cual percibimos ecos de la posterior “Carrie”, la novela de Stephen King y la película de Brian de Palma; “Death Ship”, y su inquietante ilustración sobre la identidad en clave de ciencia ficción; “Jess-Belle”, y su hermosa tonalidad de cuento de hadas para adultos; “Miniature”, preciosa miniatura (valga la redundancia) en torno al sentimiento amoroso; “Printer’s Devil”, brillantísima ilustración de un pacto satánico; “No Time Like the Past”, y su singular viaje por el tiempo; “The Parallel”, ese inesperado precedente de “Doppelgänger/Journey to the Far Side of the Sun” (Robert Parrish, 1969); “I Dream of Genie”, divertida variante del mito de los “tres deseos”; “The New Exhibit”, acaso uno de los episodios más terroríficos de toda la serie; “Of Late I Think of Cliffordville”, y su alucinante reflexión sobre el pasado; “The Incredible World of Horace Ford”, otra rara digresión sobre la infancia y la madurez; “On Thursday We Leave for Home”, curiosísima fábula de ciencia ficción de sorprendente calado dramático; “Passage on the “Lady Anne””, inquietante cuento de miedo disfrazado de metáfora sobre el matrimonio; y “The Bard”, sarcástica mirada sobre el mundo de la televisión a costa de… ¡el fantasma de William Shakespeare! ¿Quién es capaz de pasar de largo ante algo tan atractivo?”.