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lunes, 20 de julio de 2015

Terror vs. Realismo: “EL EXORCISTA”, de WILLIAM FRIEDKIN



[NOTA PREVIA: Aunque doy por sentado que el argumento de esta película es sobradamente conocido, advierto que en el presente texto se revelan importantes detalles sobre su trama.] No es ningún secreto a estas alturas que uno de los caballos de batalla más frecuentes a la hora de abordar un análisis de El exorcista (The Exorcist, 1973) reside en el carácter extremadamente realista del film de William Friedkin, a pesar de estar lleno de elementos fantásticos. Tampoco han faltado quienes, por el contrario, valoran esta película en función precisamente de cómo su tono fantástico acaba imponiéndose sobre el realismo de su planteamiento. Ambas opciones me parecen válidas, habida cuenta de que el film, tal y como lo conocemos, es decir, en el montaje que se estrenó en cines en 1973 y el así llamado “montaje del director” con metraje ampliado que se estrenó en 2000, da pábulo a ambas teorías, la realista y la fantástica.


Para unos, El exorcista es la película de un escéptico, Friedkin, que se mira desde la fría distancia de un no creyente lo que para él no es sino una retahíla de barbaridades sobre una niña de 12 años (Regan: Linda Blair) que cree estar poseída por el diablo, o mejor dicho, sobre una serie de personas de su entorno que así lo creen —su madre (Chris: Ellen Burstyn), un sacerdote en plena crisis de fe (el padre Karras: Jason Miller), y el viejo exorcista convocado para supuestamente liberarla del Maligno (el padre Merrin: Max Von Sydow)—, pues en puridad de conceptos la pequeña jamás llega a decir que el demonio está en su interior. Para otros, en cambio, sería la fehaciente demostración de que en nuestro mundo y nuestra sociedad, se supone, modernos, científicos y tecnificados, lo sobrenatural tiene perfecta cabida, creamos o no en ello. Desde luego que estamos hablando en términos muy generales, pues en cualquier caso antes deberíamos preguntarnos qué entendemos por realismo o realista, y qué por fantástico o sobrenatural, y a renglón seguido, qué son esos conceptos aplicados al cine.


El exorcista oscila tonal y narrativamente en torno a ese continuo contraste entre terror y realismo, con resultados ambiguos y para nada concluyentes, si bien es verdad que en el montaje estrenado en cines en 1973 el tono realista terminaba dominando sobre el fantástico de forma más acentuada que en el montaje estrenado en 2000, donde la adición de una serie de famosas secuencias cortadas en el momento de su primer estreno, no por casualidad en su mayoría de tipo fantástico, convertían/ convierten la propuesta de Friedkin en algo mucho más ambiguo. Basta con ver, por ejemplo, el principio del montaje del año 2000, consistente en un par de planos que preceden a los títulos de crédito: en el primero, vemos un plano general nocturno de la casa situada en Georgetown, Washington, donde como luego sabremos viven Chris y Regan, el cual se combina con un movimiento lateral de la cámara en grúa hacia la derecha del encuadre, mostrándonos la tranquilidad de la calle por la cual pasea, abrazada, una pareja; el segundo plano al que me refiero consiste en un primer plano de la estatua de la Virgen María (la misma que, posteriormente, aparecerá profanada) ocupando el lado derecho del encuadre, y al fondo, desenfocado, el recinto de la iglesia, también de Georgetown, donde dicha figura se encuentra erigida. De este modo, la película muestra desde sus primeros minutos ese contraste entre lo real (la calle) y lo sobrenatural (la estatua dedicada a la santa), algo que Friedkin prefirió desechar en 1973 porque le parecía (no sin razón) excesivamente obvio.


El “auténtico” arranque de El exorcista tiene lugar, como en la novela de William Peter Blatty en la que se basa fielmente convertida en guión cinematográfico por su autor, en la localidad iraquí de Nínive, al norte del país. Allí se encuentra el padre Merrin, participando en una expedición arqueológica. El tono de estas primeras secuencias en Iraq, fotografiadas de manera “ardiente” y a diferencia de las del resto del film por Billy Williams (la foto principal de la película está firmada por Owen Roizman), hacen gala de un abrupto realismo donde se hace patente uno de los principales méritos de la puesta en escena del film, si no el principal: el empleo del sonido. Es en este “prólogo iraquí” donde la confluencia entre realismo y terror resulta más patente: a priori, no sucede nada en ellas que pueda considerarse como de corte sobrenatural, pero desprenden una constante (y lograda) sensación de inquietud; inquietud que, de nuevo, casa con la ambigüedad de las intenciones de Friedkin, pues a fin de cuentas algo inquietante no tiene por qué ser necesariamente algo irreal o inexplicable.


Friedkin filma con abrupto sentido documental las escenas en Iraq pero, al mismo tiempo, cuestiona o parece cuestionar ese realismo por medio de la utilización del sonido. Por ejemplo, el repicar de los picos y palas de los hombres que trabajan en la excavación arqueológica, o sobre todo el tintineo de las herramientas de otros tres que trabajan en una forja (uno de ellos, tuerto, dirige una rara mirada a Merrin); tintineo que, no por casualidad, volveremos a oír ligeramente de fondo, ya bien avanzado el film, en la escena (resuelta en un único plano) en la cual Merrin, de espaldas a la cámara y subiendo una colina, recibe en Boston un telegrama convocándole para que efectúe el exorcismo de Regan. El sonido crea una inmediata asociación entre la presente escena y el prólogo iraquí que las siguientes imágenes no hacen sino reforzar: el plano de Merrin recibiendo el telegrama se encadena con un gran primer plano del rostro demoníaco de la poseída Regan, y a continuación, con un nuevo encadenado en plano general nocturno de la calle donde la niña vive con su madre y del taxi que deja al anciano exorcista en la puerta de su vivienda.


Como digo, en teoría no vemos nada abiertamente sobrenatural en estas escenas iraquíes, pero en las mismas se termina sugiriendo esa presencia “invisible” a pesar de todo ese realismo ambiental: el hallazgo de una pequeña estatua que figura ser la cabeza de un ser demoníaco; el momento en que el reloj de pared colgado en el despacho de un amigo de Merrin detiene el movimiento de su péndulo; la escena en la que un carromato, donde viaja una anciana iraquí, está a punto de atropellar a Merrin; la famosa secuencia en la que Merrin vuelve a la excavación y se encara con la estatua de un demonio iraquí (Pazuzu), mientras un par de perros se enzarzan en una salvaje pelea… Nada de lo que describo es, en sí mismo considerado, sobrenatural: ni el hallazgo de la estatuilla, ni el péndulo del reloj que se detiene, ni el intento accidental de atropello, ni los perros peleándose, ni la estatua de Pazuzu.


Pero lo que confiere una aureola extraña a todo ello, malsana incluso, reside en el tono impreso por la planificación y el empleo narrativo/obsesivo de la pista sonora: los golpes de picos y palas de los trabajadores superponiéndose a la imagen de la estatuilla; el sonido del tictac, enmudeciendo al detenerse el péndulo; el del carromato, unido a la imagen sombría de la impasible anciana; los gruñidos de los perros y el silbido de la arena del desierto mezclados sobre el plano general que enfrenta a los dos viejos enemigos, el demonio y el exorcista. Es una pena que, en esta y en alguna otra ocasión, Friedkin estropee un poco esta tensa atmósfera por un exceso de énfasis en la planificación, tal es el caso del lento zoom que se aproxima al rostro de la estatua del demonio Pazuzu, un tic característico del cine de la época, por otro lado.


No me extraña, vuelvo a insistir, que en 1973 Friedkin considerara innecesariamente fantásticas las famosas escenas que fueron recuperadas en el montaje de 2000, pues rompían demasiado con el tono realista que quiso que fuera el prioritario. Tono realista, por otro lado, inherente a su manera de entender el cine —cf. Los chicos de la banda (The Boys in the Band, 1970), Contra el imperio de la droga (The French Connection, 1971), Carga maldita (Sorcerer, 1977), A la caza (Cruising, 1980), Vivir y morir en Los Ángeles (To Live and Die in L.A., 1985), Desbocado (Rampage, 1987), Killer Joe (ídem, 2011)—, y sin que eso suponga, ni mucho menos, que no haya en todas ellas una cierta, e “irreal”, estilización: en cine, incluso el más “realista” de los estilos implica, forzosamente, una manipulación de la auténtica realidad, o si se prefiere, de la realidad cotidiana: implica, me atrevería a decir que necesariamente, la “intromisión” de un estilo. De ahí, por tanto, que en el montaje de 1973 Friedkin prefiriera eliminar de El exorcista no ya las escenas más impactantes desde una perspectiva fantastique —la escena en la que Chris vuelve a su casa y las luces se encienden y apagan como consecuencia de una tormenta (y en la que, a modo de flash, se intuye fugazmente el pálido rostro demoníaco que también se aparece en las pesadillas de Karras en torno a su difunta madre); y sobre todo, el célebre momento en que la poseída Regan baja las escaleras como si fuera una especie de “araña humana”—…,


… sino incluso aquéllas de carácter aparentemente más “cotidiano” pero que, de un modo u otro, insisten en contrastar lo real con lo fantástico: la asimismo recuperada escena en la que Chris habla con el Dr. Klein (Barton Heyman), y este le dice que, mientras examinaba a Regan, ella le ha dicho obscenidades (entre ellas, “aleja tus manos de mi maldito coño”), lo cual introduce una primera anomalía en la conducta habitualmente dulce de la niña; o aquélla, cerca del final, en la que Chris le da la medalla de Karras al padre Dyer (el, en la vida real, reverendo William O’Malley), y este se la devuelve, rogándole que la conserve, lo cual introduce (indirectamente) un elemento sobrenatural: el carácter sagrado de la medalla: la creencia en Dios, y por tanto, la creencia en el diablo.


¿Qué impulsó a Friedkin a imprimirle, por tanto, ese tono realista, o cuanto menos escéptico, a este relato eminentemente fantástico? Puede interpretarse, como hace poco ha hecho Jesús Palacios en su libro Hollywood maldito, que lo que Friedkin pretendió fue seguir una corriente de cine de terror de planteamiento realista y supuestamente basado-en-hechos-reales (en este caso, el supuesto caso real de exorcismo que, dicen, inspiró la novela de Blatty), en la línea de lo practicado por Roman Polanski en otra famosa película de temática demoníaca, La semilla del diablo (Rosemary’s Baby, 1968), por más que esta última no se basaba en absoluto en hechos reales sino en el libro homónimo de Ira Levin, pero que también partía de la construcción de una base tonal fuertemente cotidiana. Asimismo, como ya hemos apuntado, se ha dicho que Friedkin quería explicar un relato de miedo desde la perspectiva realista, empírica, del escéptico.


De ahí que la textura de la fotografía, y sobre todo (y perdón por la insistencia), el uso del sonido, acentúen esa “cotidianeidad”: los ruidos en el ático de la vivienda de Chris, que ella interpreta (lógicamente: cotidianamente) como provocados por ratones; el sonido del avión que impide que Chris pueda oír lo que el padre Karras le está comentando a otro sacerdote; el ruido atronador de las máquinas médicas que analizan a Regan; el telefonazo que asusta a Karras, absorto como está en la audición de las grabaciones de la poseída Regan hablando lo que parece ser una lengua muerta (signo, se dice, de posesión diabólica)… Como en las escenas que transcurren en Iraq, no hay nada explícitamente sobrenatural en los momentos que acabamos de explicar: los ruidos del ático pueden ser, efectivamente, de ratones (aunque ninguna de las ratoneras que coloca el mayordomo de Chris por expreso deseo de ella llegan a capturar a roedor alguno); el sonido del avión es algo cotidiano, como lo son los ruidos de las máquinas médicas o el sonido del teléfono. Pero la ambigüedad sigue siendo la nota dominante: ¿hay ratones en el ático, o hay algo más? ¿El sonido del avión ahogando las palabras del padre Karras no resulta inquietante? ¿No es el de las máquinas médicas una gráfica expresión del dolor de la niña ante el calvario que está sufriendo? ¿O el de ese teléfono, una expresión del miedo que se está apoderando paulatinamente de Karras, aun sabiendo que la supuesta “lengua muerta” que habla Regan no es sino inglés pronunciado al revés? Lo fascinante de El exorcista es que todo parece muy claro, y al mismo tiempo nada lo es, sin que por ello el relato parezca confuso o incoherente.


Una de las lecturas más atractivas que ofrece El exorcista (y ello no es tanto mérito del film como de la novela de Blatty en la que se inspira y que, como decía, el escritor adaptó con notable fidelidad) reside en su posible interpretación como experiencia eminentemente subjetiva de sus personajes. Por ejemplo, del padre Merrin. Al principio, le vemos trabajando en una excavación en Iraq; también le vemos como a un hombre anciano y cansado al que, en un momento dado, y acaso como consecuencia de los “signos demoníacos” que ve o cree ver a su alrededor (el hallazgo de la estatuilla, la misteriosa detención del péndulo del reloj), descubrimos tomándose una medicación, síntoma indicativo de su mala salud y premonición del sobreesfuerzo que acabará con su vida en su enfrentamiento con el diablo. Resulta significativo que, tras llegar a la casa de Chris y antes incluso de ver a la niña poseída, Karras informa a Merrin de que, si quiere, puede enseñarle el expediente del caso, y luego le comenta de que, en su opinión, hay dos o tres personalidades ocultas dentro de la pequeña; pero Merrin se niega a ver el expediente y le replica a Karras, tajante, que “solo hay uno”; por tanto, puede verse en ello no tanto una muestra de la determinación y el conocimiento del personaje de Merrin sobre la naturaleza satánica de su adversario, como un ejemplo de su propia cerrazón y estrechez de miras: Merrin cree, ya de entrada, en la existencia del diablo, y no necesita que ni Karras ni nadie se lo asevere. A mayor ahondamiento, esa famosa escena en la que Merrin ve (o, de nuevo, cree ver) al demonio Pazuzu manifestándose al lado de la poseída Regan está planificada desde el punto de vista del personaje de Merrin: ¿él, y solo él, ve esa aparición sobrenatural, o todo está en la mente de un sacerdote viejo, enfermo y al borde de la muerte?


Algo muy parecido puede decirse del conflicto del padre Karras, un sacerdote católico versado en psiquiatría que, tras la muerte de su madre (Vasiliki Maliaros), de la cual se dice que fue hallada muerta en su miserable apartamento de los suburbios dos días después de su fallecimiento, sufre una crisis de fe, acentuada por el remordimiento y el sentimiento de culpabilidad que le atormenta por no haber estado al lado de su progenitora en el momento de su muerte. Karras sufre una pesadilla, en la cual ve a su madre en la boca del metro, llamándole con la misma expresión de reproche con que le recibió cuando fue a parar temporalmente a un centro psiquiátrico, y en dicha pesadilla se inserta, brevemente, el blanco rostro del demonio. Se establece de este modo una relación (acaso excesivamente subrayada por ese inserto “demoníaco”) entre el deseo de Karras de ayudar a Chris y Regan con la purgación de ese sentimiento de culpa que arrastra como consecuencia de la muerte de su madre. No es casualidad, en este sentido, que el demonio que posee a Regan intente atormentar a Karras adoptando la forma física o la voz de su madre. ¿Karras ayuda a Chris y a Regan por altruismo, o en realidad se está ayudando a sí mismo a superar su propia pérdida y a perdonarse a sí mismo?


En cuanto a Chris y Regan, madre e hija, sus conflictos se encuentran estrechamente relacionados entre sí por un hecho que flota en diversos momentos a lo largo del relato: la ausencia del esposo y padre, respectivamente, de las protagonistas femeninas.


Todo parece indicar que Chris y el padre de Regan están divorciados, y este último se encuentra viajando (“por Europa”, se dice). En un momento de la película, vemos a Chris discutiendo por teléfono con el padre de la niña, en un plano general combinado con un lento zoom en retroceso que va abriendo la imagen hasta detenerse en Regan, quien se encuentra escondida detrás de una pared y escuchando los reproches que su madre dirige hacia su padre. Chris trabaja como actriz de cine; es, incluso, una figura famosa: ocupa junto a Regan la portada de la revista Photoplay, e incluso el cinéfilo teniente de policía Kinderman (Lee J. Cobb) le pide, tímidamente, un autógrafo… Pero eso no le impide estar sola, muy sola. No hay ningún otro hombre en su vida, y hasta cuando las cosas se ponen muy feas para ella y Regan, se niega a avisar al padre de la niña.


Una niña a un paso de la adolescencia, lo cual explica que, en un primer momento, los médicos vean en la conducta anómala de Regan una manifestación extrema de los cambios que va a sufrir su cuerpo con la entrada en la madurez. Resulta significativa esa escena, aparentemente “inofensiva” pero, en el fondo, repleta de alusiones a la sexualidad, en la cual la todavía no poseída Regan le explica a su madre que ha visto un caballo gris muy bonito en el parque, que su jinete le ha dejado montarlo un rato, y que quiere que su madre le compre uno tan pronto como pueda. Luego veremos a Regan enseñándole a su madre el tablero ouija con el que juega en el sótano, y con el cual, dice, ha invocado a un “amigo imaginario” que, tampoco por casualidad, es una figura masculina: “el capitán Howdy”.


Más adelante, la niña empieza a exhibir, de manera paulatina, una conducta violenta y hostil que se vehicula a través del sexo y la genitalidad: la escena en la que se orina encima y delante de los invitados en casa de Chris…;


… su lenguaje soez, siempre haciendo alusiones al sexo (“que te den por el culo”, “tu madre está en el infierno lamiendo coños”…); el momento en que ataca al psiquiatra que intenta hipnotizarla… atenazándole los genitales…;


… la famosa escena en la que se viola a sí misma con un crucifijo, gritando: “¡Deja que Jesús te folle!”.


Hay un momento en que abofetea violentamente a su madre, a la que luego vemos acudiendo a una cita con Karras llevando unas enormes gafas de sol para disimular el moratón de su mejilla, exactamente igual que si fuera una mujer maltratada. En cierto sentido, la ausencia de sexo en la vida de Chris tiene su turbulento contrapunto en la conducta, pletórica de connotaciones sexuales, de lo que hasta pocas semanas antes no era más que una niña inocente.


Evidentemente, no hay explicación racional alguna a hechos físicamente imposibles como que la cama o los muebles de la habitación de la niña salten o se muevan por sí solos, o que la poseída Regan sea capaz de levitar en el aire, o de girar su cabeza sin partirse el cuello, o de manifestar una fuerza física muy superior a la de una niña de su edad: recuérdese que, tal y como sospecha el teniente Kinderman, Burke Dennings (Jack McGowran), el director de la película que Chris está protagonizando, fue asesinado también girándole el cuello y luego su cadáver fue arrojado, desde la ventana de la habitación de Regan, por las escaleras que conducen a una calle de nivel inferior: las mismas por las cuales se precipitará Karras para quitarse la vida y asegurar la salvación de Regan. El exorcista soslaya cualquier explicación “racional” (a pesar, no obstante, de estar llena de ellas: médicas y psiquiátricas) en beneficio de una ambigüedad que sigue siendo su principal atractivo. 

   
"El exorcista" a ojos de un niño:

4 comentarios:

  1. Una película fascinante para la que no pasa el tiempo. Tomás, ¿qué te parece la segunda parte? Evidentemente es inferior pero no busca repetir la fórmula, tira por otro lado y creo que con acierto. Boorman se decanta por el lado fantástico, algo lógico en su cine, lo cual la hace realmente una película realmente llamativa.

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  2. A pesar de algunos efectismos de brocha gorda (ej. vomitona verde), no hay película más aterradora que esta. No ha sido ni siquiera igualada esa tripleta diabólica de "La semilla del diablo", "El exorcista" y "La profecía".

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  3. Hola, Tomas:
    ¿crees que la película hubiese ganado profundidad si se hubiera apostado por una escenificación de la posesión mucho más ambigua prescindido de las escenas de vómitos, cabezas girando, levitaciones y demás espectáculo pirotécnico? tenía un tanto infravalorada El Exorcista, pero después de leer la crítica me ha hecho reflexionar sobre la película y quiero volver a verla.

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  4. Buenos días, amigos:

    Dacosica: hace tiempo que no he vuelto a ver la de John Boorman, cosa que haré pronto, y aunque a priori me parece inferior al film de Friedkin (insisto: tengo que volver a verlo), lo que sí que está claro es que Boorman hizo algo completamente diferente. Estoy de acuerdo con que Boorman tiene una inclinación hacia el fantástico mayor que la de Friedkin.

    Martí: puede que el film hubiese ganado por ese lado, pero la popularidad de la novela era tanta, sobre todo en esa época, que hubiese extrañado que esos elementos no se hubiesen incluido. A mí también es una película que me ha ido "ganando" con el tiempo, pues recuerdo que la primera vez que la vi en cine, con motivo de una reposición a mediados de los ochenta, me dejó bastante frío.

    Saludos cordiales.

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